Está por comenzar la función. Miro desde un costado atrás del telón que el teatro está casi lleno. No lo puedo creer. Está sucediendo. Después de un año entero de ensayos, manteniendo con firmeza y constancia mi papel desafiante de Lola, llegó el momento. Siento un vacío en el estómago hamacándose en el temblequeo de mis piernas.
Me hace feliz actuar. A pesar de que mi padre y mi novio no aprueban esta pasión, comprendo perfectamente su postura y logré estar en este instante aquí, a cinco minutos de levantarse el telón, de apagarse las luces del público. Ellos no saben que estoy unida para siempre a los tablones, no se dan cuenta de que hablo con guiones adelante. No les gustaría ver que salen de mí seres repudiables ni que me atrevo a sentir palabras ajenas a mi educación, a mi nivel. Mi padre teme dudar de lo que cree que logró hacer de su hija y mi novio teme desconocerme. Teme verme enamorada de otra gente, teme observar el nacimiento de gestos que desconozca, teme enfrentarse a toda una legión de personas desconfiables. Ellos, puede ser que estén actuando pero… ¿yo?
Quedará todo a oscuras y me ubicaré entonces en la cama, detrás de un gran velo. Allí comenzará la primera escena.
Veo al Director de la Comedia Cordobesa sentándose en la fila número seis, al lado del rector de la Universidad. Me da mucho orgullo reconocer a semejante talento dramaturgo y afirmar que es mi profesor de Teatro, el maestro de actores de esta obra. Apenas había terminado la primera clase, en la Facultad de Letras, se acercó a mí y con su mano grande, de largos caminos sanguíneos y trazos ásperos pegados entre los dedos, me tocó el hombro.
–“Tenés talento”, me dijo con su tono seco y antipático. Me día vuelta y alcancé a rozar su mirada celeste, mares con oscuros y brillantes tesoros atrapados para siempre, y yo sentí que el mundo podía convertirse en un escenario y que mi cuerpo estaba cubierto con vestidos de todas las épocas; que yo era un infinito de personajes deambulantes por el mundo, de diferentes edades, oficios, historias, amores, familias.
A partir de ese día, el recorrido desde casa hasta la facultad se convertía en un sendero apasionante. Por él, caminaba la mártir condenada a la horca; la madre severa buscando al hijo vago, la chica enamorada que acaba de sufrir una terrible decepción, la prisionera guerrillera perdida en medio de la selva boliviana; la loca que se escapa del manicomio para matar a su marido; la prostituta feliz… A ella, a la mejor vendedora de emociones, a la hábil liberadora de nudos de amores imposibles, a la productora incansable de seducción, a la maestra de niñas olvidadas, a la más irreparable de las mujeres, a la diosa sublime, a dueña del Poderoso, del Magnífico Sexo, a ella, a esa, a ésta, representaría esta noche. Hacía meses que la estaba conociendo e inexorablemente había comenzado a vestirse de mí. Quise tener el protagónico porque soy así, soy egocéntrica, qué voy a hacer…mientras no le haga mal a nadie… Es una enorme tentación el llamado desafiante de los personajes centrales. Merecen que los honren con exquisitos gestos y exclusivísimos matices. Son soberbios y tienen que ser amados. Yo siempre quise ser amada; sé rebuscármelas para eso.
En el último ensayo, Alfredo, me preguntó si ya tenía decidido lo que me iba a poner.
-¿Debería ser algo en especial?, respondí con necesidad urgente de que me revelara su deseo.
-Debería ser algo que saque lo más erótico de vos.
Y así como se acercó a susurrarme eso, se fue.
Al alejarse se dio vuelta nuevamente y, en un discreto parpadeo, me indicó cual era mi herramienta erótica para esta ocasión.
Por tanto, fui a la casa de la empleada doméstica de mi madre que quedaba en un caluroso barrio de la periferia. Laura era más o menos de mi diámetro frontal y cambiaba de novio permanentemente. Lo cual era un buen síntoma de que despertaba aparentemente el instinto más primitivo del ser humano.
Me hizo pasar a su pieza. Había un gran espejo frente a la cama de dos plazas. Tenía colgadas cintitas rojas, la medalla de San Cayetano, la estampita del gauchito Gil, un rosario, el escudo de Belgrano y un poster de Rodrigo, el cuartetero. Abrió un cajón muy chiquito de donde desbordaron corpiños y tangas con diseño animal print. En el fondo, un encaje negro delataba la presencia de la prenda en cuestión.
Aquí estoy entonces, con un apretado corsé que transluce por los huecos de tul, mi piel; como guiñándote varios ojos. Abajo sólo tengo una bombacha roja y unas medias de encaje tres cuartos del mismo color. Estoy lista para deslizarme en el lecho deformado del prostíbulo de Lola.
Es momento de salir. No soy más una espectadora. Ahora camino hacia la cama iluminada tras una gasa fina. Mi cuerpo es una sombra chinesca. Es el contorno de una geisha sin kimono, de una amante despiadada. La lánguida sombra, como un pincel, traza mi cuerpo esbelto y dibuja mi melena, alisándose con mis brazos en alto. Luego ellos caen sobre las sábanas y las arrancan de la cama arrojándolas sobre la estatua antigua de la Virgen del Carmen, la Virgen adorada por mi abuela que lleva su mismo nombre. Simulo que algo me da vuelta abruptamente y caigo, ya de espaldas, levantando las piernas. Las abro. Apoyo luego los pies, dejando quebradas mis rodillas. Las abro lentamente y comienzo a sonar. Soy un arpa. Cien cuerdas arrancan su melodía sudorosa, llenando todos los huecos. El silencio que escucho late excitado y una brisa invisible aroma con flujos la sala. Sigo, gimiendo. Estoy dando un concierto y tengo todos los instrumentos encima. Un ritmo galopante dirige la orquesta hasta que la composición llega a su cumbre. Los tonos rompen los espacios de los pentagramas y se saltan las cuerdas de los violines, los chelos y las violas. Las flautas se ahogan y los tambores se rompen. Los platillos vibran extenuados y emito un largo suspiro...
Me incorporo. Camino hacia una silla ubicada en el medio del escenario. Un tubo de luz me sigue. Me siento y entonces, una ola de realidad logra que yo, involuntariamente, alce la vista. Parado, al final del pasillo está papá. A su lado, mi futuro esposo. El primero, apenas ve que lo miro, baja la cabeza y, mansamente, sale del salón. El segundo permanece un momento más. Yo soy la que se levanta y sale corriendo.
Me incorporo. Camino hacia una silla ubicada en el medio del escenario. Un tubo de luz me sigue. Me siento y entonces, una ola de realidad logra que yo, involuntariamente, alce la vista. Parado, al final del pasillo está papá. A su lado, mi futuro esposo. El primero, apenas ve que lo miro, baja la cabeza y, mansamente, sale del salón. El segundo permanece un momento más. Yo soy la que se levanta y sale corriendo.
La conciencia me persigue susurrándome dolorosamente al oído. Lola sólo podía vivir en un cuerpo que sea absolutamente de ella y yo se lo di. Tanto, que, ahora que salgo, antes de que termine la función, dejando atrás y para siempre esa tierra de engaños; envuelta en un sobretodo de lana gris, no sé quién soy. La culpa me arrastra por las calles, lanzándome a la noche, como a una cualquiera… Llego a una esquina. Quiero cruzar. Frena de a poco un auto negro. ¿Le estará cediendo el paso de peatón a mí, a Julia, o querrá preguntar a Lola cuánto cobra? Me tropiezo un poco con los tacos. No estoy acostumbrada a llevarlos. Practiqué, todos los días de este último mes, a caminar con ellos. Yo uso siempre alpargatas de yute. Pero a Lola le gustan altos, de taco aguja y con la punta bien marcada. Rojos por supuesto. Rojos. Como la luz del semáforo que me frena, como la pintura de mi beso fingido, desparramada alrededor de mi boca. Pienso en Juan. En nuestros seis años juntos. En su manera de ser formal, en sus discreciones, en sus rutinas, en su respeto. En ese montón de cosas juntas que viven al lado de las mías sueltas. ¿Qué necesidad había?... ¿Cómo entendería que su novia le mintió durante mucho tiempo? Lo engañé. Bá… Julia lo engañó. Le dijo que iba todos los jueves a acompañar a su abuela, cuando en realidad, iba a clases de teatro. Eso no está bien… Eso es decir mentiritas… Sonrío. Ahora ya se puso verde. Puedo cruzar. ¿La Avenida Patria será tan ancha como la 9 de julio porteña? Está bueno el sonido de los tacos sobre el asfalto mojado. Respiro profundamente. El hollín no huele tan mal… Pobrecitos estos perros rompiendo las bolsas con basura y este pordiosero que me saluda desde su cama de cartón. – ¡Hola! Le contesto y me escucho por primera vez. Sigo por una vereda y paso por una larga vidriera. Negra y nublada. Allí aparezco. Una morocha de piernas bien usadas cuyo sobretodo va abriendo al avanzar, los telones de una obra sin estrenar. Allí van sus muslos, sus rodillas, sus tobillos, acomodándose en el escenario del cordón de una vereda. La vereda de su esquina, teñida de antiguos escupitajos... Repentinamente me siento sola y rechazada. Ahora, el reflejo se platina con un auto. Un hombre, detrás de un vidrio polarizado que comienza a bajar. Con las manos sobre el volante, saca un poco la cabeza y me dice: "Estoy buscando a Lola. Ella no me conoce o quizás me haya visto pero nunca de cerca. ¿Le podrías preguntar si quiere venir conmigo esta noche?" Me quedo callada. Todo lo que soy, está allí parado frente a ese hombre que me mira atravesándome el cuerpo, prometiendo a Lola la noche más eterna, la mejor paga, la infinita. Este Juan... siempre me termina sorprendiendo.