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viernes, 8 de julio de 2011

"La Mudanza" por María Livia Aghemo



Estaba feliz de haberme mudado a ese lugar, iba a estar más tranquila que en la ciudad. Además, desde la ventana, se podía ver la montaña. Tan cerca, tan pura.
El aire estaba fresco -debe ser siempre así en el invierno-. Durante el día tomé varias tazas de té con canela. Volví a mirar por la ventana; qué lindo.
Me di una ducha para después ponerme el piyama; el dormitorio estaba helado desde que se había escondido el sol. La cama tenía tres frazadas y agregué un chal tejido de lana -me voy a morir de frío- pensé. Enchufé la estufa eléctrica: se prendía uno solo de los tubitos -¿por qué mi mamá a esos tubitos les dirá “velitas”? me enloquece que les diga así-.
Pasé una noche horrible; el cuerpo tensionado todo el tiempo por el frío. La estufa, aunque estaba a unos centímetros, no calentaba nada. Estaba mal predispuesta para todo el día. - ¿Cómo puede la gente de acá vivir con este frío? En esta heladera gigante…
 El día pasó lento. Nunca logré sentir los pies calientes. No quería que llegara otra vez la noche y depender de esa estufa con sus “velitas” ineficaces. Me llamó Bárbara y me invitó a escuchar a una banda de unos amigos en un bar.  Allá fui.
Todos fumaban ahí adentro, yo también. Ya iba por el tercer fernet con coca cuando Barbi me presentó  a Gabriel. Estaba todo vestido de negro como yo, pero él no fumaba. Tomé tres vasos más de fernet. Gabriel movía los brazos mientras hablaba; era alto y flaco; sus labios sobresalían gigantes;  me encantaban sus manos; hacía chistes, me decía: “cuando nos casemos y tengamos 4 hijos te voy a poner Direct TV en casa”. Me besó, me derretí  en ese instante.  Esa boca gigante fue rozándome las mejillas, el mentón, los ojos; ya no movía los brazos, reposaban en mi cintura.
El tiempo pasó a lo loco, como aleteos de mariposa borracha, mi cama nunca más estuvo fría. Me despertaba a mitad de la noche y lo miraba mientras dormía- que ganas de que él también se despierte y me haga el amor, pensaba.  En su casa todos me decían “la novia de Gabriel”, me invitaban a almorzar y yo a él lo invitaba a cenar  y a veces las horas pasaban y no comíamos nada, nos quedábamos adorándonos en la cama hasta las 4 de la mañana. Hicimos el amor en su auto al pie de la montaña, en la escalera de mi casa, en la ducha y una vez en una esquina desierta mientras los noticieros decían que hacía 0 grados de térmica; yo creía que estábamos en primavera.
Un día vino a casa todo ceremonioso, me puso unos auriculares con música bien fuerte (creo que el que cantaba era Chayane, uno de esos temas melosos que a mí me parecen un espanto).  Él estaba sentado al frente mío, no puedo parar de pensar-¿por qué me mira con esa cara de ternero degollado?, ¿le están saliendo canas?, tiene la espalda un poco encorvada, no quiero que me respire tan cerca, los ojos se le van a salir de las órbitas; ¡por Dios!, no para de mover los brazos y tiene las manos transpiradas.
Volví en mí. Me saqué  los auriculares -me está diciendo algo-: “¿Te querés casar conmigo?”. Rápido trato de recordar dónde guardé la estufa eléctrica.