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viernes, 28 de diciembre de 2012

Habitantes de verano




Natalia Spina





Me lo preguntaron. Se los voy a responder. Me lo voy a contar también a mí misma. Hace bien.



Luego de un crudo invierno, una primavera ventosa, austera en colores, huelo la brisa templada de un diciembre inaugurado con lluvias como hacía mucho no llegaban. A pesar de que habíamos creído que la sequía dejaría para siempre manchones de polvo y largas extensiones de piedra, como pircas en los cauces de los arroyos, la vida del agua desató todo el verde baldeando las sierras del pueblo que elegí para vivir, donde nació mi madre, donde pasamos siempre las vacaciones de chicos, Los Cocos.




La luz que me despierta tocando la ventana, la sombra nueva de los árboles de mi jardín, el aroma del dulce de damasco haciéndose, las campanas del Monasterio del frente, me avisan que los habitantes del verano están llegando. Como hormigas cargadas con flores, como saltamontes, constantes y felices, llegan los que cerraron las casas el pasado febrero.




A los costados de una larga avenida de cinco kilómetros, se encuentran escondidas y sorprendentes como hongos recién nacidos, entre bosquecitos de pinos, molles y montes, casitas, casas y casonas antiguas que los lugareños cuidan durante el año, esperando que lleguen sus dueños en la temporada.




No podría yo a estos últimos llamarlos turistas; son coquenses de verano. Un día llegaron y sintieron que habían pertenecido siempre a este lugar. Ya sea porque sus padres los traían de pequeños o porque el destino hizo que bajaran una tarde del vehículo mientras daban vueltas, lo cierto es que los que llegan estos meses a sus casas, vienen a “vivir” y cuando tienen que volver al lugar donde trabajan o estudian, sienten que dejan acá el hogar; “la patria chica”, dice mi padre.




Los miro ahora desde otro lugar pero yo era uno de ellos, uno de esos habitantes de verano.




Cada fines de diciembre, salíamos del auto con mi uno, dos, tres, cuatro, cinco hermanos de acuerdo iban naciendo. Llegábamos escapando del calor de la ciudad, de los grises, de los ventiladores, las inundaciones.


Avanzábamos por la ruta tan cargados que no veíamos casi por las ventanas. Es que traíamos todo lo que más queríamos: los regalos que el Niño Dios nos había dejado en Navidad más el pino que había sido arbolito para plantarlo, las muñecas, los playmóvil, los cuentos, la guitarra, la ropa para “chivatear”-como llamaba mamá a los pantalones emparchados- los trajes de baño, frascos de vidrio para los dulces y algún perro, gato, cabrita o conejo de turno que había sobrevivido en nuestra terraza durante meses para volver con nosotros a disfrutar “La Tarde”, como se llamaba y llama nuestra casa.



Al levantarnos, la primer mañana, la vida ya olía diferente.


Acomodábamos la ropa en los placares con dejos de naftalina; abríamos los cajones con ramitas de lavanda en sus fondos, tendíamos las camas con las sábanas del verano, lisitas, lisitas.

Todo era lo de siempre pero siempre gustaba como nuevo. Los tazones para el café con leche, las teteras de la tarde, los platos de bordecito verde, los coladores de madreselva, los cuchillos para untar de madera y la cucharita con forma de panal de abeja para enroscar la miel.

Una vez “estrenada” la casa, comenzaba la vida en Los Cocos.



Los Reyes Magos llegaban dejando rastros de cáscaras de naranja, pasto revuelto y una jarra de agua vacía. También dejaban un juego de mesa para todos, algún libro, algún cuaderno de tapas duras, gordo y cuadriculado para ser mi confidente el resto del año. Los árboles volvían a ser nuestras “casas”, cada hermano tenía el suyo. Los caballos se buscaban del campo y se llevaban al corral. Se compraba maíz y avena, se los calzaba y, vestían siempre algo nuevo, algún freno, una montura, una caronilla, un cepillo para las crines. Ellos también estrenaban.


Aparecían de a quincenas los amigos de otras provincias y empezaban las caminatas por las montañas. Subíamos al Mástil (un monumento a la bandera construido a 1500 mts), atravesábamos las Pampillas (enormes pastizales ondulados, cubiertos de paja brava resbalosa y fuerte). Por allá arriba, mirábamos los sapitos de colores de un arroyo, los puestos de Brown (un inglés sabiamente delirante que tenía vacas lejos del mundo), trepábamos las pircas de sus corrales, comíamos piquillín, manzanas y sándwiches de queso. Nos llenábamos de viento las caras y volvíamos rojos de sol bajando por el cerro de la Cabeza del Soldado.

Íbamos al río o a alguna pileta, comíamos galletitas con paté y naranjas. Buscábamos ver las víboras de cascabel, si seguía existiendo la iguana al lado del peral, si había alacranes y cascarudos, si daban frutos los durazneros silvestres. Cuando andaba a caballo, cortaba hojas de un eucalipto y las saboreaba un buen rato.

Llegaba el tiempo de las zarzamoras del arroyo de Villa Rosa… Todos creíamos que éramos los únicos que las conocíamos, que sabíamos cuándo y donde llegar. Nos enojábamos si luego de trepar el arroyo con los baldes, las habían llevado antes algunos turistas…. Porque nosotros nunca nos consideramos uno de ellos. Pero cuando teníamos suerte, volvíamos con los dedos y la boca morados, las piernas rayadas y la panza llena. Comíamos el doble de lo que cargábamos para que mamá hiciera el dulce y la tarta de moras. Tomábamos el té al terminar el día y nos acostábamos releyendo las novelas de todos los años. Cuando se terminaban leíamos Selecciones del año del ñaupa e intentábamos entender el humor norteamericano de “La Risa, remedio infalible”.



Crecí repleta de veranos y, cuando pude, salí de la ciudad para arraigarme definitivamente.


¿Cómo es vivir en este pueblo en “no vacaciones”? es un tema muy interesante para otro capítulo. El asunto de hoy, son los días estivales en este pueblo.



Por estos tiempos, tengo casi cuarenta años y algunos descendientes de los que vienen a pasar sus vacaciones a Los Cocos, los de las casitas, casas y casonas que les hablaba, hacen lo mismo que hacíamos mis hermanos, mis amigos y yo.


Hoy que una amiga me regaló damascos; que comí con mis chicos más de lo que recolectamos, me acuerdo de esos días y puedo responder la pregunta.Los comparo con los de la actualidad y, gratamente, puedo decir que es lo que viven hoy nuestros hijos. Que son cinco es otro tema.



“¿No tienen los mismos hábitos, vicios y deseos que los que viven en las ciudades?” Esa también es una pregunta que responderé en otra ocasión, si me lo permiten.




Mientras tanto, déjenme que busque la ropa de chivatear, prepare los frascos para envasar el dulce y compre, para esconder detrás de mis alpargatas en Reyes, un cuaderno gordo, de tapas duras y hojas cuadriculadas para comenzar un nuevo año.