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miércoles, 12 de agosto de 2015

LA IDENTIDAD - Escritora Elena Poniatowska


Escritora Elena Poniatowska.
“A los 20 años de edad me hubiera gustado saber lo que sé ahora, pero desgraciadamente uno aprende con el tiempo, con los trancazos, con los libros y con la edad te vuelves también más vulnerable y más crítico, más autocrítico: cuando eres joven te lanzas como los cachorros, pero a esta edad ya te fijas, analizas los riesgos.”
“Siempre pienso que fallé y luego creo que, a lo mejor, no hay que dedicarle tanta pasión a la literatura, pero es como una droga. La literatura y el periodismo son una droga, que te agarran y no te sueltan. Por eso, ahora pienso que lo primero en mi vida son mis hijos y mis nietos. Y después todo lo que es el trabajo, el periodismo y el deseo de que le vaya mejor a mi país.”
“Estoy agradecida por ser una mujer afortunada. Percibo el cariño de la gente, tengo tres hijos y 10 nietos, unos seres humanos muy completos y generosos. Vivo rodeada por una iglesia, la de San Sebastián, un limonero, dos jacarandas y muchas flores”.

LA IDENTIDAD

(cuento)

Elena Poniatowska (Francia-México, 1932)

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

lunes, 8 de junio de 2015

El Retorno


De Lucía Ceballos y Spina




Yo estaba sentada sola en aquel colectivo intentando escribir. Subió un guitarrista, flaco y alto. En la siguiente parada, subió un barbudo y gordo leñador con su hacha y una pequeña radio que guardaba en su bolsillo. En la siguiente parada, en la calle Sheridon 369 donde yo bajaba, subió una niña. Tenía ojos claros y una cara muy humilde. Agradecí y me bajé, la niña me miró y me regaló una hermosa sonrisa. Me dirigí hacia la calle paralela de Sheridon,donde yo vivia.

Llegué a casa, me esperaba mi tía Gertrudis con un maravilloso té. Me preguntó si había podido escribir algo. Negué con la cabeza mientras tomaba un trago. Le dije que había visto a esas personas subir y , en la última parada, aquella niña.

- Escribe sobre ella- dijo mi tía.

Entreabrí mi cuaderno y hallé un sobre. Lo abrí. Dentro de él, había dibujado unos hermosos claros ojos, similares a los de la niña. Detrás de ese sencillo dibujo, una radio perfectamente ilustrada y, desde aquella obra de arte, se podía oir una melodía de guitarra. Encendí el fuego y lanzé los dibujos. La melodía seguía ahí... Me quedé observando y vi al barbudo leñador con el flaco guitarrista. Se veían trozos de madera tirados en el suelo, probablemente el leñador construía una guitarra.

Mi tía se acercó y, al mirarme, se hechó a gritar. Yo, asustada, sin saber lo que pasaba, corrí y llegué hasta la calle Sheridon y ví un colectivo parar, bajó un hombre conocido que no paraba de mirarme , subí y, al cruzarnos, le regalé una sonrisa.