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viernes, 13 de septiembre de 2013

La carta que no pudo entregar.



  • Había amanecido un día gris. Muy gris. La bruma marina auguraba una jornada de encierro pero Jorgelina, de todos modos, salió. Debía hacer las compras de los ingredientes necesarios para los ñoquis, pues ese día gris era veintinueve.Y ese día del mes, como es bien sabido desde el culto a las  ceremonias gastronómicas, se debe saborear tan sustancioso plato.
     Jorgelina no había prestado mayor atención al contexto climático de otros veintinueve, aunque sí a los recuerdos de aquellos almuerzos familiares con el billete colorido debajo de cada plato. Vertiginosa había sido la devaluación de la moneda argentina durante su infancia, por lo que los billetes de la ceremonia de prosperidad habían sido colorados, violáceos, verdosos y marrones. Todo el grupo de su casa natal disfrutaba de la delicia casera de la madre, quien había estado un buen rato parada en la cocina, para pasar por la tablita de marcado a los confeccionados con papa y harina. Aquellos que luego quedarían embebidos dentro de la boloñesa en que navegaban las hojas del laurel. Al que le quedara una hoja en el plato, le tocaría el turno de lavar los platos, había indicado a la madre que bien merecido tenía un breve descanso.
    A nadie se le ocurría, por esas épocas, desobedecer un mandato materno. Menos, paterno. Eran tiempos en que estos rituales familiares se seguían al pie de la letra. Y la letra de la escuela también era obedecida sin chistar. A pocos se les hubiese ocurrido, décadas atrás, cuestionar a la maestra, contestarle, opinar acerca de su práctica. A menos osados, aún, se les hubiese ocurrido desobedecer al director, o no saber nada para una prueba.
    Jorgelina había sido una buena alumna, pero no una mejor compañera. Era egoísta y competitiva en sus épocas de escuela. Le gustaba jactarse de lo que otros no tenían, y dejar en evidencia a los que poco habían estudiado. Además, no prestaba los útiles, no convidaba a nadie con sus golosinas, y siempre quería destacarse entre los demás. Sus métodos le valían el desprecio de la mayoría de sus compañeros, pero a ella no le importaba. O, más exactamente, parecía no importarle el ser rechazada por los que eran sus iguales durante la jornada escolar. En definitiva y en el fondo, muy en el fondo de sus actitudes mezquinas, ella sabía que ser querida y valorada por sus compañeros era más importante que los muchos felicitados, excelentes y muy bien diez de sus cuadernos y libretas. Llegó el día, primer y soleado día del trabajo grupal. Jorgelina no sabía lo que significaba trabajar en equipo desde la horizontalidad y con un objetivo común. Su yoísmo exacerbado le impedía verse igual a los otros, sus compañeros, pasando del yo al nosotros. No sabía de esas cosas porque se jactaba, se regocijaba luciéndose sola y no entendía cómo se podía disfrutar de la posibilidad destacarse junto a otros. Otros que fueran sus iguales. Y fue el sorteo de la maestra el que decidió con quiénes se reuniría. Con pereza y habitada por la soberbia, fue a reunirse a lo de un compañero. Trabajaron mucho, y ella trató de dejar en claro su papel desatacado en el grupo. Sería la primera en decir, de memoria, su texto que, además, sería el más extenso. Continuarían los otros y ella cerraría la lección con unas menciones que destacaran su lugar en el grupo de estudio.A pesar del esfuerzo se hizo muy tarde y no lograron terminar con las láminas ese día, por lo que acordaron reunirse otra vez, pero en la casa de Jorgelina. Era un veintinueve gris y brumoso, cuando los compañeros de Jorgelina llegaron aún quedaba en el ambiente el aroma inconfundible del tuco de los ñoquis. Marcela, una de las compañeras, valoró con su memoria olfativa ese detalle, y contó que su madre, fallecida un año atrás, hacía una comida que tenía ese olor. Que seguramente habían almorzado ñoquis, agregó. Tobías, el compañero que había sido anfitrión antes, tomó de la mano a Marcela en señal fraterna y otra de las chicas la abrazó. Jorgelina no se dio cuenta de nada porque estaba muy ocupada en jactarse de su posición económica. Su casa era mejor que la de Tobías y las de Mariana y Rosa. Era más grande, más vistosa, estaba mejor ubicada según las imposiciones de la urbanidad.
    Marcela vivía en un conventillo a cargo de unos tíos viejos. Nadie iría hacia allí a reunirse para un trabajo grupal porque quedaba en un barrio de las afueras.
     Marcela se entretuvo, mientras Tobías desplegaba las láminas sobre la mesa, observando unos adornos de cristal de la madre de Jorgelina. La anfitriona, quien si tenía madre que ese día había cocinado unos deliciosos ñoquis, le dijo:
     -Que no se te ocurra robarte nada, ¿eh?Tobías la miró sorprendido, las otras chicas también. Y Marcela, tomando avergonzada su carteritaa escolar de cuero, salió de la casa llorando mientras Tobías corría y desde el cuarto del hermano mayor de Jorgelina se escuchaba Abba en su versión castellana de Chiquitita. Marcela corría y en la casa de la mezquina que no prestaba los útiles ni convidaba golosinas quedó flotado la frase “Chiquita no hay que llorar, que las penas vienen y van y desaparecen…”.
    El día de la lección Marcela no fue, tampoco los días siguientes por lo que la maestra no reprogramó más el lugar del grupo y Tobías dio la parte de la que se fue llorando, herida por una ofensa.
     La bruma lo invadía todo y el auto de Jorgelina tuvo un desperfecto. Dado el ruido y el aumento intempestivo de la temperatura, supuso había sido el corte de la correa del alternador. No andaba nadie por la costanera con ese tiempo por lo que, resignada, salió caminando a pedir auxilio. Pocos metros había transitado cuando un auto se detuvo junto a ella. La conductora le habló, era Marcela. Tantos años habían pasado y se la podía reconocer por la sonrisa franca que revelaba algo de tristeza y mucho de sinceridad. Llevó a Jorgelina hasta un taller y luego a su casa, cuando el auto quedó en manos del mecánico. Ya se despedían y Jorgelina se animó:
     -Marcela, te escribí una carta el mismo día en que te ofendí-le tembló la voz y agregó-sé que hice algo horrible, imperdonable. Escribí una carta pidiéndote disculpas, pero no me animé a dártela. La guardé durante muchos años.-¿La tiraste?-preguntó su interlocutora, emocionada. -No. La guardé en una caja junto a los adornos de cristal de mamá, ¿te acordás?
     -De tu mamá me acuerdo, cómo no, era una gran mujer. De lo otro no, ya pasó, Jorgelina. Fueron cosas de la infancia. No te preocupes, ya lo había olvidado.
    Se abrazaron, fue un largo y apretado abrazo el que las halló reunidas en un día tan gris como el de antaño y, cuando Marcela se subía a su coche, Jorgelina le dijo:
     -Esperá, con lo del auto voy a cambiar el menú y pasar lo planificado para esta noche ¿Por qué no venís a cenar? Voy a cocinar unos ñoquis como los que hacían nuestras madres.-Ni loca me perdería esos ñoquis, compañerita- respondió, mientras los hoyuelos de su sonrisa franca de tres décadas atrás le mostraban, a la que había sido cruel, que había una oportunidad para reivindicarse.

    Sheila Acosta Anzalone.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

PALABRAS AL VIENTO

Sheila Anahí


Te escribo, a pesar de nuestra ruptura irreversible, te escribo. A pesar de la decisión, elucubrada decisión de no enviarte mis cartas, te escribo. Si alguna vez te las hubiese enviado, quizás, regresarías a mí como aquel personaje de Crónica de una muerte anunciada, que volvía al encuentro de la que lo amaba como si no volviera. Como si las décadas hubieran sido segundos. Llegaba viejo, cansado y derrotado pero con las cartas sin leer, los sobres sin abrir. Antes de pasar por eso, por la insondable tristeza de condenar mis palabras a la indiferencia y el olvido, prefiero escribirte para mí, decirte que no importa, ya, lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos. Lo que realmente importa, y esta es la mayor verdad que abrazo por estos días, mi mayor certeza, es lo que provocó en mí la necesidad de escribir para vos como si fuera para nadie. Esa necesidad me condujo a crear sin límites, me pemitió inventar un mundo nuevo en el que cualquiera puede habitar si se propone dar infinitas interpretaciones a lo que no nació para ser interpretado. No sólo puede habitar mi mundo aquel a quien escribí mil cartas monotemáticas, cartas sin sentido que se esmeraban en decir lo que, en cualquier idioma, ocuparía unas pocas palabras: aún no te he olvidado.

martes, 10 de septiembre de 2013

UN AMOR DE OFICINA

 De Emi Tudi



            
 Le escribo sabiendo que nunca enviare esta carta…por obvios motivos, usted no sabe que existo y yo no sé su dirección…
Le escribo estas líneas sabiendo que nunca las va a leer, pero no me importa, porque quiero que sepa que cada mañana me enfundo en mis mejores galas solo para colgarme por la ventana a verlo, con la vana esperanza que mientras habla por teléfono levante su vista y de pronto me vea.
Cada medio día, me almuerzo la angustia de que no ha mirado ni siquiera un segundo hacia mi ventana, y al caer la tarde bajo la persiana con el anhelo  de que quizá lo hará mañana.
 Quisiera que sepa que no soy de esas locas que se obsesionan con un desconocido, pero desde que usted se ha mudado a ese edificio que linda con el mío, mis días han cobrado vida, me despierto cada mañana con una sonrisa pensando en usted, y casi me he olvidado de cuan miserable eran mis jornadas en este trabajo que odio.
Solo agradecerle, que ha devuelto a mi cotidiana rutina la ilusión y que desde su llegada ha vuelto a entrar el sol en este cubículo frio en el cual trabajo 8 largas horas de mi hastiosa vida.
PD: Por si acaso algún día esta epístola llega a sus manos, y si solo por casualidad usted decide levantar la vista de puro curioso, mi ventana es la del séptimo piso, tercer cuadradito (al medio), tiene un macetero con una plantita que solía estar seca, pero que esta brotando otra vez desde que la riego a diario. Saludos cordiales, Maria…

lunes, 9 de septiembre de 2013

La carta que no envió

 De Sheila Acosta Anzalone

 Era un septiembre ventoso pero cálido, y Silvia organizó la ropa del placard. Ahí estaba ese pantalón biege amantecado que le cerraba, con suerte, y luego de unas destrezas gimnnásticas: acostada sobre la cama a los fines de subir el cierre.
-Lo uso igual- se dijo, y sacó unas botitas color camel que combinaban perfecto.
Vestida mejor que otros días, salió para su trabajo en la escuela. Varias compañeras ponderaron el pantalón y las botas y ella se regicijó valorando el esfuerzo del cierre contra el rollo. Pero algo no planificado e irregular, justo en contra de ella, que era tan regular, sucedió. Estaba escribiendo sobre el pizarrón unas consignas, mientras los alumnos terminaban una guía, cuando sintió que la elección del pantalón, dado el color, no había sido la acertada. Sabía que se había manchado, lo sabía y esperó hasta que culminara el recreo para pasar desapercibida. No quería ir para el baño, que quedaba cerca de la sala de los docentes. Cuando logró llegar supo que la situación era más trágica de lo que suponía. Recordó esa primera vez de la que sabía vendría una vez al mes, según los anticipos maternos. La madre no le había anticipado que justo en el cine le iba a pasar lo que le pasó, manchándose la babucha rosada casi hasta llegar a las skipy fucsia, aquellas sandalias de plástico con tiritas cruzadas como las franciscanas. Había sido el estreno de Elliot, mi amigo el dragón, que andaba socorriendo a los chicos en problemas, y ella, justo ella necesitaba por esos momentos que la socorriera algún bicho volador, pero se tuvo que conformar con atarse, en la cintura, el pullovercito de bremer bordó.
Y ahí estaba Silvia, tres décadas después del recordado papelón, tratando de salvar ese nuevo. En la sala había una sola docente que pudiera ayudarla. Se había quedado después del recreo, con permiso de la directora, porque estaba totalmente afónica, y en los inicios de su carrera no podía pedir licencias. Llevando su cuaderno Arte para el baño, y con una comunicación en la que ella como emisora hablaba y su receptora, al intercambiar el rol, contestaba con gestos, Silvia inició su pedido de socorro. Escribió una esquela dirigida a una preceptora y se la dio. La notita, decía.
-Sonia, vení hasta el baño. Es urgente.
Minutos después la afónica devenida en paloma manesajera regresó con una notita que decía:
-¿Qué pasa?
Silvia volvió a escribir, encerrada en el baño.
-Me manché toda, busquen a Laura, que vive a dos cuadras y es más o menos como yo, para que me mande un calzón y un pantalón.
La paloma mensajera volaba con las esquelas de un lado a otro:
-Y sabiendo que te venía te pusiste un pantalón clarito, si serás boluda, nena. Laura no me atiende. Decime de otra.
-Ana Zuñiga, podría hacer-escribió en otro trozo de hoja sobre el cuaderno Arte apoyado sobre el lavatorio del baño.
La paloma mensajera, la profe muda en forma momentánea, iba con la nota y volvía con la respuesta.
-¿Le digo que te mande culquier cosa?
-Cualquier cosa, no-contestaba, enojada, Silvia-si me manda una calza de goma como la que usó Olivia Newton Jones bailando funky con Travolta, seguro no me va a entrar. O sea: ¡que me mande algo que me entre! De Fiebre de sábado por la noche, no.
Cuando leyeron esa respuesta, las que leían las notas de la atacada por la tragedia mensual, comenzaron a debatir y la interlocutora de Silvia, en la cadena de mensajes en papelitos, escribió.
-Che, acá dicen que la de Fiebre de sábado por la noche no era Olivia, que era una morochita de pelo corto. Acordate, che, la vimos en el super ocho de Rosita Bandeira.
Cuando Silvia leyó esa última respuesta se terminó de enfurecer. Sin sacar la hoja del cuaderno Arte, escribió una misiva insultante, amenazante, plagada de palabrotas y vituperios. Entre las madres, hermanas y abuelas meretrices de las que debatían sobre las películas de Travolta, había sugerencias de relaciones zoofílicas con los burros y otras obscenidades más. Ya estaba por abrir la puerta del baño, nuevamente, para darle la misiva a la paloma mensajera de ese día, cuando reaccionó, rompió la hoja en varios pedazos y la tiró al inodoro. Luego, tratando de serenarse, escribió:
-Cómo las quiero, chicas, pídanme, por favor, un remís, y me madan avisar con la muda cuándo llega. Gracias por todo.
Después de entregar la última nota, se ató el saquito marrón, en la cintura, como otrora lo hiciera con el pullover de bremer mientras entendía que ni Elliot, la salvaría y esperó que, por lo menos, el remisero no se pareciera a Travolta

sábado, 6 de julio de 2013

EL SALUDO



 Sheila Acosta Anzalone




Todo había acaecido por un saludo. Todo. El otoño se avizoraba en todo su esplendor, y los árboles, los majestuosos árboles de follajes caducos, se hallaban casi desnudos a la espera del inclemente invierno. La comunicación o incomunicación entre ellos, un hombre y una mujer, había acontecido en los terrenos escarpados de la virtualidad, geografía imaginaria que habita las vidas de sus usuarios, reunidos en las populosas tertulias de las redes sociales.

Ella, Eugenia, recibió con naturalidad aquel saludo virtual, el “toque” y no le dio mayor importancia. Pero después, cuando incursionó, sorprendida, los mundos profundos de ese hombre, algo sucedió. Algo distinto que la conducía a un cambio. Él se veía en las fotos de otros tiempos como un héroe antiguo enarbolando banderas de luchas; de luchas por otro mundo, de la construcción arcillosa del hombre nuevo y, al verlo con su sonrisa eterna, Eugenia sintió algo que la subyugó.

Al sumergirse, hipnotizada, en sus fotos despiertas ella acudió, sin saberlo, al pasado estático que parecía un hoy. Un hoy en el que ese hombre al que percibía como un mártir antiguo a cuyo sepulcro oculto no era necesario peregrinar, pues estaba ahí, tan cerca aunque del otro lado del océano, y seduciendo su presente de soledad, se convertía en un sueño sin fin. Él, que había abrazado unas utopías que ella quería perseguir, habiéndolo arriesgado todo, le hacía un lugar en su vida, aunque sólo a través de una pantalla. Así se fundieron en una relación desprovista del cara a cara, la piel acariciada, y todo lo que podría acontecer en el mundo real, siendo que el virtual era un rincón más de aquel.

Ávida de ese hombre, los ojos de Eugenia se bebieron su antaño pasional y sus pies, expedicionarios de arenas y tiempos, corrieron, presurosos, a la zaga de su ser próximo, prójimo, él. Él que le arrancó felicidad y desconsuelo a través de tanto, y de tan poco. Él que la arrastraba en su mar implacable, y ella nadaba contra las corrientes siempre adversas de sus futuras indiferencias, los egos infranqueables y los insensibles agravios. Los agravios que jamás debieron atravesar ese amor único. Insondable.

El interior embriagado de Eugenia llegó a cantar, emotivo, los poemas olvidados por él en sus celdas. Aquellas que lo encerraron cuando no trepidaba ante sus inquisidores, ante los verdugos. Sus manos pretendieron atrapar unos días que no había palpado. Que su biografía tardía no pudo asir, al estar destinada a nacer dos décadas después que aquel hombre que poblaba sus noches de insomnio. Aquel hombre que le había respondido con las palabras, y también con sus silencios. Finalmente, decidida al naufragio, ella sucumbió; se entregó, definitivamente, a la resignación de los vencidos.

Por qué se negó a la realidad tan evidente. A la pertinacia de sus no, tan vehementes. Por qué continuó aferrándose al sueño que no durmió, los besos que ese hombre jamás le dio, las sábanas que no los hallaron juntos, gozando. No lo supo. Jamás lo comprendió, pero sí, que un saludo, un simple saludo puede ser el inicio de lo inolvidable y, también, el más crudo y definitivo adiós.


lunes, 24 de junio de 2013

ENCUENTROS CAUSALES



 De Emi Tudi





Era un día atípico de invierno, un domingo de sol pleno, húmedo y con un inusual clima primaveral. Amanecí temprano y con ganas de pasear; Puse agua en el termo y cargue la matera. Me costó un poco despertarlo a mi novio, pero luego de un rato de molestarlo sin parar, logre despabilarlo y emprendimos el viaje hacia las sierras.

Rumbo incierto. Mapa en mano, como copiloto dispongo que íbamos a ir donde nos lleve el destino, - cierro los ojos y marco con el dedo, lo que sale, sale–

- No, sos loca - me dice Agustin, -vos tenes mala puntería si sale algo muy lejos no te llevo-.

- Bueno, si es muy lejos, hacemos trampa, barajamos y damos de nuevo, replique.

- Correcto-, afirmo el piloto, no muy convencido.

Respire hondo deseando acertar a la primera, cerré los ojos y empecé a revolear el dedo, como si fuera una barita mágica.

- Listo, la suerte esta echada, es acá - abrí los ojos nerviosa y mire hacia donde se había posado el dedo: “Los cocos”. Distancia: más que prudencial; -Los Cocos, allá vamos- exclame contagiando al chofer con mi entusiasmo.

Luego de una hora de viaje, mates, sierras, charla y buena música arribamos. El pueblo era hermoso, sereno, de casas bajas, un despejado cielo azul y un aire fresco y puro que por momentos se invadía de un exquisito olor a leños.

Paseo obligado the Coco´s park. Montados en la aerosilla regresamos a la infancia. Ya en la cima nos sentamos a contemplar la inmensidad. Nueva ronda de mates y más charla. Siempre surge esa inquietud del citadino de mudarse a vivir en un lugar como el que está visitando, entonces amargo va y amargo viene uno cambia su vida en segundos, vende todo, compra una casa y se instala en el pueblo a vivir tranquilo y respirar de esa paz que percibe al llegar.

En fin, suspiramos sabiendo que es solo un anhelo, pero es lindo soñar. Con el último mate decidimos bajar.

El sol se estaba escondiendo y poco a poco la temperatura fue descendiendo. Tanto jugar a ser niños, y mudarnos de ciudad, nos abrió el apetito.

Ya en la base nos recomendaron un lugar para tomar el té y hacia allá fuimos. La casa era de un sereno estilo inglés; Por dentro los pisos de madera rechinaban, el ambiente era cálido e invitaba a merendar. Al medio de la sala había situada una antigua salamandra. Nos sentamos al lado, pegaditos. Comimos una rica porción de pastel de manzana acompañada con un tazón de chocolate humeante y espeso, que agarramos con las dos manos para calentarnos los dedos que estaban helados.

La moza y dueña del lugar era muy atenta y al vernos con frio nos dijo picara - si quieren abrigos yo les puedo recomendar un lugar. Es un lugar hermoso, dijo la anfitriona, -venden tejidos con hilados artesanales, Se van a ubicar enseguida, bajan por esta misma avenida y van siguiendo los carteles, es una casita como de cuentos-.

Luego de las indicaciones pertinentes y ya con la panza llena partimos hacia el último destino antes del regreso. Ya había oscurecido y el negro de la noche venia envuelto en una brisa gélida. Todo conspiraba para que el deseo de comprar algo mas abrigado fuera in crescendo.

Dimos un par de vueltas perdidos, yo ya me había entusiasmado y no iba a desistir, tenía que poder llegar. Dos o tres vueltas mas, y mientras admirábamos los antiguos caserones logramos encontrar el primer cartel indicativo.

Avanzamos varias cuadras mas y a lo lejos visualizamos la casita, era de fabula tal como nos habían contado. Entramos tímidamente, y nos recibió una mujer de sonrisa generosa, se veía feliz de vernos llegar y enseguida nos relajamos. Yo quede embelesada y quería comprar cuanto pulóver se me cruzaba. Todos los tejidos eran hechos a mano, el hilado el teñido y la confección totalmente artesanal. Finalmente luego de medirme todo me decido por un chaleco de lana cruda. Bolsa en mano y a instancias del reproche de mi compañero de viaje, que insistía en que se hacía tarde, saludamos y nos fuimos.

- Tengo que volver, exclame emocionada al salir del lugar, - voy a venir con mi hermana, con mi mama, el próximo feriado volvemos si o si-. -

Un... "bueno"(como a los locos), me conformó y me dormí camino a casa.


Pasaron dos años, y por supuesto, no había vuelto pese a que siempre miraba con ansias el folleto que aquella tejedora risueña me había obsequiado.

Corría el mes de febrero, y una vieja compañera de estudios se encontraba veraneando junto a su familia en la Cumbre, el clima no acompañaba para nada, hacia un frio polar; Y entonces aburridos nos invitaron a pasar el día para amenizar. -

Como somos paseanderos, sin vacilar armamos la mochila y partimos. Una tarde helada pero de hermosa compañía, de infusiones y chipa. Ya al ocaso la invite a mi amiga a aquel lugar de ensueños que tanto había deseado volver a visitar. Y allá fuimos.

Por supuesto que las dos caímos rendidas ante todo lo que nos ofrecían. Gorros, sacos, mantas, hilazas de todo tipo, coloridas, más sobrias, más calentitas, más livianas. Para todo gusto.

Yo sin plata me fui feliz de solo haber visto y ella se fue con una bolsa llena de ponchitos.

Tiempo después, mi amiga y aquella artesana sonriente, siguieron en contacto. Y por esas cosas que tiene la vida, en este mundo que es un espiral donde todo vuelve y nada sucede por casualidad comenzaron a publicar cuentos en un blog del que me hice fan.

Y quiso el azar que una mañana de fastidioso aburrimiento mientras navegaba perdida por la web leyendo cuentos, aquella mujer que abrigo mis días con un tejido circular, con la misma calidez con que me había recibido en su casa tiempo atrás, me invito a escribir, sin darse cuenta que con ese gesto tan simple tiraba de una madeja que poco a poco se fue desenredando y empezó a tejerse una nueva historia. Mi historia como escritora. Mi nueva pasión. Dándole un nuevo incentivo a mi rutina. Un nuevo rumbo, ya no hacia las sierras, sino hacia lo más profundo de mi imaginación.

Y comprendo ahora que en este universo nada sucede porque si, nadie llega a nuestra vida sin motivo, ni se va sin dejar huellas. Ningún destino es fortuito ni esta librado al azar. Ningún encuentro es casual.

Ni la mujer siguió tejiendo, ni mi amiga volvió a escribir. Ya su misión se había cumplido.

Desencuentro


De Silvana Mandrille




Cuando yo te amaba me dejaste ir

no era tu momento, sólo mi sentir;

cuando me elegiste yo no lo advertí,

había otro amor por el que vivir.



¡Cuánto lamento este desencuentro

hoy que el recuerdo te trae por aquí!

Los años pasaron y ya no abrigamos

sueños de juventud.



No sé de tu destino, no sabés de mi presente;

más si un día el azar nos vuelve a reunir

es posible que en los rostros nos desconozcamos,

y por si acaso el corazón traiciona

no faltarán las palabras disfrazadas de amistad.

¡Un nuevo desencuentro

habremos de saborear!



El pasado ha muerto, no revive más;

no somos los mismos, cambiamos la edad.

Nos condena el tiempo que no vuelve atrás,

y aunque la vida ruede... rodando y rodando

no pasa dos veces por el mismo lugar.



Desencuentro es el nombre del instante furtivo que pudimos disfrutar.

viernes, 26 de abril de 2013

Insomne en la noche




 De Emi Tudi

Las noches de insomnio son mágicas, me gusta escuchar el silencio de la casa, me levanto y los veo dormir, despatarrados en la cama, me da tanta ternura que se me escapa una sonrisa sin querer.
Camino en puntitas de pie tratando de no hacer ruidos y me quedo parada mirando por la ventana de la cocina, el cielo estrellado  y a veces la luna iluminan las plantas.
Abro la ventana y respiro el olor a noche tranquila. La ciudad está finalmente en calma.
Me voy lejos, y sueño con los ojos abiertos, inspiro profundo y extiendo los brazos hacia arriba, hago fiaca, y de pronto sin querer, miro el reloj que  marca los segundos en la pared.
Son las 3 a.m., saco cuentas y me quedan 4 horas de sueño, teniendo en cuenta que para que sean completas debería caer desmayada en ese instante.
Me tomaría un te calentito, sentada en el sillón, pero desde que cumplí los 30 no tomo líquidos después de las 12 porque sino me lo paso en el baño.
Camino sigilosa por el pasillo, guiándome con la mano en la oscuridad, choco el dedo chico del pie con la punta de la cama y caigo retorcida del dolor sobre la cama, me tiento y me empiezo a reír;
Suspiro para calmar la risa tratando de no despabilarme más, y comienzo a tironear para liberar la sabana que se encuentra acaparada; me tapo como puedo con el triangulito que me queda libre. Intentando cobijarme a ver si el calorcito me da sueño.
En vano hago el esfuerzo de no pensar en nada, - mente en blanco…mente en blanco..- pienso repitiendo como una mandala. Pero miles de pensamientos me invaden. Y el reloj sigue marcando el tiempo al compas. - Mmm…ya deben ser las 3 y media…- cierro los ojos con fuerza, y la perra comienza a ladrar.
Noooo, el gato otra vez rompiendo la basura. Me levanto. Escoba en mano, junto el desparramo.
Ufa…ya son las 4.
Voy por ultima vez al baño y cuando prendo la luz lo primero que veo es mi reflejo en el espejo del botiquín, el pelo revuelto, los ojos colorados y las bolsitas de las ojeras que ya comienzan a notarse, me da miedo mi cara de loca. Me arreglo un poco el pelo y trato de consolarme pensando en la cálida siesta que me voy a dormir cuando vuelva del trabajo tipo 6 de la tarde.
Apago la luz y vuelvo a recostarme. - Voy a hacer lo que dice mi profe de pilates en la relajación-, entonces me dispongo y respiro profundo, relajo cada musculo, cierro los ojos y de pronto suena el despertador.
Otra noche solitaria de insomnio en el calendario; Otro día zombi por el mundo, mis fieles compañeras de vida las ojeras asoman contentas debajo de mis ojos enmarcando mi mirada cansada.
Solo quiero que el tic tac del reloj se acelere  y que pronto sean las 6,  llegar a casa y acostarme a dormir esa ansiada siesta que anhele toda la noche.-

lunes, 22 de abril de 2013

DIA DE OJERAS



De Sheila Acosta Anzalone

Era la cuarta noche de insomnio, y mis ojeras habían adoptado un color entre azulado y verdoso que no cubría el mejor maquillaje. Cosa incómoda la del insomnio, si las hay. Una comienza a dar vueltas por la casa, se prepara un té de lechuga que le enseñó a hacer la madre, la abuela, la tía o alguna parienta sanguínea o política; uno ya fabricado con melisa, cedrón, tilo y manzanilla; una chocolatada caliente con un poco de canela; una barra de chocolate y, como el insomnio además de angustia produce ansiedad, también se arma un sándwich con bondiola, queso, por qué no un poco de panceta y se va a la cama con el estómago colmado de líquidos curativos y otros no tanto, más la digestiva ingesta de los fiambres más inocuos. Ahí, en posición horizontal sobre el mueble más noble del cuarto se entera que acumuló idas al baño, eructos y flatulencias, pero continúa sin poder pegar un ojo.
Preocupada por la cuarta noche de insomnio, que me auguraría otro día laboral en el que me quedaría dormida frente al público, cuestión que es una de las pesadillas más encumbrados porque en cualquier posición me brotan unos ronquidos sonoros aunque vaya parada en el pasillo del subte, salí de la cama y encendí la computadora. Leí los cartelitos somníferos del amor exacerbado que no morirá jamás, los estimulantes del “yo puedo y soy mejor que mis enemigos, a quienes veré pasar por la puerta de casa en estado de cadáver y dentro de su cajón lustrado”, los de los niños perdidos que nunca se sabe si es verdad o mentira y, como quien no quiere la cosa, me entero que una amiga está deprimida porque el marido le metió los cuernos, la otra anda haciendo una promoción para ganarse una torta para el día de la madre, otra copió y pegó setecientas indirectas para el ex y las demás ya duermen, las muy yeguas ya duermen, y yo sin pegar un ojo.
Intenté leer un libro y comencé a quedarme dormida. Acomodé la almohada y, cuando ya sentí, percibí el hallarme en trance onírico, se me clavó el alambre. Introduje mi índice derecho sobre los brackets y no lo pude creer: se me había desprendido una goma y el alambre estaba libre como los chorros que entran, y al rato salen de la comisaría. Es mucho para mí, en mi cuarta noche de insomnio, y justo cuando estaba logrando dormir.
El alambre me estaba provocando una llaga y me fui hasta el perchero del living, incursión para la cual debí bajar la escalera, porque quería alcanzar mi cartera. Ahí tenía, eso recordaba, la cajita verde con la cera de ortodoncia. Subí con la cartera porque no me había puesto las pantuflas y el piso estaba helado. Sabía que andar descalza luego de la chocolatada y la bondiola era una receta ideal para la constipación, pero yo andaba con insomnio, mas no constipada. Hurgué dentro de la cartera y no pude hallar la cajita; dados mis intentos infructuosos volqué la que me acompaña a todos lados y compré en una oferta de Prüne, con intención de vaciarla y así poder revisar, entre las pocas cosas que guardaba en su interior. De ese modo, con experticia de cirujano a punto de operar, busqué la cajita verde entre dos facturas vencidas del gas, una paga de la luz, una por vencerse del cable, un sobrecito de té de frutos rojos, dos de limón, tres toallitas nocturnas (por las dudas), dos carefree, el blíster de Ibuevanol (por las dudas), el cepillo de dientes que llevo al trabajo, el desodorante que llevo al trabajo, la manzanita del Nina casi vacía, una agenda que no uso, el papelito en el que anoté el nuevo teléfono de la odontóloga, el papelito con el turno de la ginecóloga, dos sobrecitos de edulcorante de Martínez, dos biromes, una máscara de pestañas seca, una nueva de Maybelline, el espejito, una pincita de depilar que no saca una mierda, una pincita de depilar de las buenas, el carné de conducir, dos lápices labiales, el carné de la obra social, el carné del club, el carné vencido de la rebaja del micro, el folleto del teatro, el folleto de la audición, el panfleto de no sé qué partido que guardé porque el flaco que me lo dio estaba más bueno que el pan, la pantalla solar, un elástico para alargarme el contorno del corpiño, un hilo negro con la aguja clavada (por las dudas), tres caramelos de miel (por las dudas), una tira de chiclets porque me gustan y me los masco igual aunque se me enreden en los brackets, un esmalte, la crema de manos, la crema humectante, dos bandas elásticas, dos clips, tres chinches, una cinta hipoalergénica, una cinta adhesiva, una sombra de ojos color marrón, cuatro curitas, unas carilinas, una caja de Vauquita vacía, una Tita vencida.
Amanecía y, las ceras de ortodoncia con vitamina E más aloe vera que alivian las irritaciones causadas por los aparatos de ortodoncia, no estaban. Pero qué hice con las ceras, no están, me dije mientras me iba para el baño no por la indigestión que me provoqué para sortear el insomnio, sino porque era hora de ducharme para irme al trabajo como días atrás: con las ojeras hasta el piso.

lunes, 15 de abril de 2013

Egipto medio erótico


Sheila Acosta Anzalone



Típota, me dijo la mujer de la agencia de viajes cuando con mi inglés desastroso y las manos en señal de ruego le expliqué que los setecientos dólares eran todo lo que tenía, mi only money para intentar cruzar a Egipto, pues yo era medio egiptóloga y no podía morir sin ver las pirámides. Típota, me insistió cuando tomó el teléfono y llamó a no sé quien para informar, seguramente, que había una loca que pedía quinientos dólares de rebaja, cosa nada común en Europa o cualquier sitio del mundo. Tanto me dijo típota con esos ojos saltones de cuyo contorno pendían unas bolsas prominentes, que supuse que en ese término descansaba alguna traducción cercana al don´t worry inglés, y por eso me quedé pensando que mi padre tenía razón siempre, tanto cuando me decía que éramos así de desquiciados porque veníamos de los griegos, como en esas ocasiones en las que  me aseguraba que las oportunidades pasaban una sola vez en la vida y seguro era ésta, la de estar tan cerca del Canal de Suez, la que me obligaba a rogarle a la griega de rostro batracio que me diera la posibilidad de ver la pirámide de Keops y volverme a Atenas a cagarme de hambre, claro, si para tal empresa estaba dispuesta a dejarlo todo. No importaba gastarlo para cumplir mi sueño, si en la Plaza Sindagma había unos frutales de adorno que parecían mandarinos, aunque luego supiera que eran  naranjos,  y los guardias que estaban allí, de adorno como las naranjas, se  movían igual que los blandengues que cuidan los restos mortales de Artigas o los granaderos que protegen los de San Martín: sólo para hacer el cambio de guardia; el resto del tiempo, aunque alguien se robara las naranjas, permanecían inmóviles. No se movían ni cuando les picaba el culo o tenían descompostura gastrointestinal, y eso, seguramente, no era para cualquiera. Pero la que sí se movió y volvió a decir típota cuando terminó la conversación telefónica, fue la dueña de las bolsas de ojos más llamativas de la península helénica. Ante mi rostro lacrimógeno en señal de ruego, ella tomó la revista de los destinos más deseados, me señaló la página seis, correspondiente a Egipto, y comenzó a tachar todo lo que no tendría en mi viaje de ultra rebaja típota.
Salí de la agencia de viajes con gesto de felicidad, y fui a buscar mi bolsito a la casa de un matrimonio argentino. Me había hospedado amablemente, y todavía no habían alcanzado a comprender, ambos, cómo había andado por tantos lugares sin entender una palabra de nada, ninguna que no fuera del castellano rioplatense que sabía hablar. Llegué a El Cairo de noche, había viajado con otras argentinas que hablaban un inglés perfecto; me causaron un poco de envidia, pero sólo por un instante, porque era medio soberbia y me gustaba jactarme de las cosas que podía hacer aunque se me presentaran muchos obstáculos y éste, el del idioma, vaya que era uno muy grande. Nos recibió Hazem, un musulmán  muy atractivo de unos treinta años, hablaba una mezcla idiomática incomible y discutimos un buen rato cuando me quiso cobrar la visa de veinte dólares, dinero que no tenía, siendo que había quedado en manos de la griega de las bolsas grandes. Hazem no entendía nada,  yo era medio maleducada, y no le di más importancia; al fin de cuentas, el del problema comunicacional era él, no yo. Por qué no hablaba un buen castellano, le reclamé, y él no sólo no me respondió sino que me preguntó cómo iba a hacer cuatro días en Cairo sin un puto dólar, ni una meretriz lira egipcia, ni una recatada y virgen divisa de otro lugar del mundo, que eran tan necesarias para sobrevivir. Entonces, como si fuese una pieza de gran valor, exhibí ante el guía más caprichoso de Egipto la página seis, enteramente tachada, de la revista que me habían entregado en la agencia de viajes. Hazem se rascó la cabeza, entendía que yo era medio terca, que no me iba a volver a Atenas así nomás, y por eso me preguntó por mi equipaje y le mostré que lo llevaba al hombro, que no era pesado, que era medio austera. Trasladaba tres bombachas, dos corpiños, dos remeras, una calza, el desodorante y el cepillo de dientes. Viajamos en una combi, mis compañeras de viaje se quedaron en un hotel muy lujoso, y yo en otro no tanto, o bastante menos,pegado a una mezquita hermosísima, por lo que el nivel del hotel me importó poco y nada, si lo que necesitaba era sólo dormir y ducharme.
Mi primer día en Egipto fue único, sería inolvidable, lloré al llegar a Ghiza. Divisé a lo lejos las pirámides y no pude creer que estaba allí. Había cargado agua en el hotel porque entendía que la leve temperatura en el desierto, apenas unos cincuenta grados, me provocaría sed. Cuando quise beber recordé que no había llevado el mate, porque el agua estaba a punto de ebullición, casi para preparar un té sin que expidiera la espuma blanca producto de no haber hervido. No importaba, estaba medio insolada, y totalmente deshidratada, pero contenta como perro con dos colas. El almuerzo estaba incluido en la excursión, por lo que  bebí un jugo refrescante antes de deshidratarme nuevamente en la fábrica de esencias, donde me aseguraban que mi nombre era procedente de la hebraica language y yo discutía que procedía de la arabic language. No nos pusimos de acuerdo, ya  le había explicado a Hazem que entendía la diferencia ahora que estaba en el mundo árabe, pero como era medio indiferente a esas cuestiones políticas y religiosas no me angustiaba por nada. El problema vino después, cuando Mervat, la otra guía nos llevó al Museo de El Cairo y notó que era medio egiptóloga, que conocía a Tutankamón bastante más que ella, que sabía detalles muy importantes de la ceremonia de la momificación y otras cosas que les vendrían bien a los turistas españoles y más a ellos, para mantenerme entretenida en algo, guiando turistas, sin el peligro de andar por las calles sin un peso ni un poco de inglés o árabe,  para comunicarme si no podía volver. Así me tuvieron tres días, trabajando con ellos como guía, de adorno como los guardias de la Plaza Sindagma me llevaban al aeropuerto a recibir judíos que llegaban desde Tel Aviv. Pude notar apenas el conflicto, porque cuando llegaban los contingentes de cualquier punto del mundo musulmán estaba todo muy tranquilo, pero cuando llegaban los moishes había un operativo impresionante, además de tener que soportar que me presentaran como el adorno con nombre procedente dela hebraica language.  Ahí, como no hablaba ni inglés ni árabe ni idish, les hacía a todos la sonrisa más hipócrita que me salía y me tomaba la cabeza, porque me duraba la insolación y no podía soportar los embates de la gastritis por culpa de esa comida ultra picante que Hazem me obligaba a comer. Llegó el último día y estaba en el Museo de El Cairo con unas españolas que estaban muy agradecidas con mis servicios de guía. Tengo esa costumbre de caer bien a la gente cuando cuento algo, y como soy medio charlatana aprovecho cuando me escuchan. Las españolas se fueron y yo me quedé en la planta alta del museo, cerca del sarcófago más valioso de la historia de Egipto, al menos, el único hallado sin que lo fundiera la rapiña de los cazadores de fortunas. Me estaba arrancando un padrastro del dedo mayor de la mano derecha, que me terminó sangrando, cuando me abordó él. Yo lo conocía, y por eso se ofendió, no estaba bien que lo tomara con esa naturalidad, pero yo era medio desubicada respecto de las convenciones más ceremoniosas. Como insistió con su asunto jerárquico le contesté que no se agrandara como galleta en el agua, que había sido un faraoncito del montón, que ni viento le hubiese echado a la historia si no se hubiera encontrado intacta su tumba, porque no la habían descubierto los chorros. Le profeticé que en el futuro sería así, y él perdería su prestigio para siempre: todo aquel que no fuera descubierto por los chorros tendría sus cinco minutos de fama o, al menos, su siglo de gloria. Como él, Tutankamón, que se venía con sus delirios ensoberbecidos, sin saber que en eso no me ganaba, porque aún sin un puto peso, ni una meretriz lira egipcia, ni una recatada divisa extranjera, yo era medio altanera, y no me iba a vencer en la pulseada. En un momento él me confesó que se sentía atraído por mí, que hacía unos cuantos milenios no veía una mujer y yo le expliqué, como pude, que era medio sensible, que lloraba con los teleteatros y por eso me negaba a andar con un hombre sin corazón. Él me pidió que no lo subestimara, y me aseguró que sí tenía corazón aunque no puesto. Que lo tenía guardado en uno de los vasos canopos junto al hígado, los riñones, y otras vísceras. Le pedí que no me hablara de esas cosas, que yo era medio impresionable, que cuando iba a la carnicería y me preguntaban si las milanesas las quería de bola de lomo, peceto, cuadrada o nalga,  respondía que de cualquiera, que cortaran rápido, que me había quedado traumada desde que mi madre me obligó a comerme la buseca con el mondongo y desde ahí soy medio fóbica a esos asuntos. Él no me entendió mucho, porque nunca hacía solo las compras, sus esclavos y sirvientes bebían esos malos tragos y pedían, a sus órdenes, los cortes de carnes necesarios y caminaban con paso presuroso los corredores interminables de los hipermercados. Las españolas me habían dejado muy cansada, porque me pedían explicaciones de todo, y, como soy medio engreída acerca de mis saberes, todo se los había enseñado con lujos de detalles demostrando que era una egiptóloga avezada.
Al fin Tutankamón me mostró el papiro. Me emocioné, pero, aunque yo sabía mucho de demótica, hierática y escritura jeroglífica, no podía interpretar sus ideogramas, menos traducirlos. Por eso, él me confesó que era una especie de declaración de amor y yo me quebré, porque era medio romántica. Por fin me animé y le expliqué que me gustaban los hombres maduros de hasta treinta y cinco años, como mucho y, en casos muy particulares, de hasta cuarenta. Que con hombres de miles de años no había salido nunca, y no sabía si podíamos congeniar. Él me respondió que entendía su avanzada edad, pero que en el fondo de su momia continuaba teniendo no más de catorce años. Me indigné, le dije que era medio liberada, que no me caían bien los hombres inmaduros a quienes seducían mujeres que pudieran simular ser sus madres. Él lloró, tenía un llanto milenario, sus lágrimas olían a limo, a Nilo, a té de flor del desierto. Yo lo abracé, pensé que no estaría mal entrar a su sarcófago, aunque fuera medio claustrofóbica, que nadie se enteraría, que estaba a miles de kilómetros de casa y la técnica de hematología no me vería y no me recordaría, como lo hizo la última vez que doné sangre, que no hay que andar haciéndolo por ahí, menos en el exterior, menos que menos en África, donde anda mucho el virus incurable.
No pude creer la conexión que tuvimos dentro del sarcófago. Me dejé poseer como nunca, tan lejos de casa. Tuve orgasmos milenarios, históricos, múltiples gemidos trepidantes. Politeístas. Adoradores del sol. Constructores de pirámides, hipogeos y tumbas infranqueables. De escrituras perennes. Me aturdió el sonido ensordecedor de la capital más bulliciosa del mundo y, cuando logré matar el mosquito, el que había entrado como todos los bichos que se escabullían por las ventanas de ese hotel de mala muerte de los suburbios de El Cairo, él se subía los pantalones. Estaba de espaldas, pude notar algo que no había percibido cuando mi interior excitado era gobernado por su falo africano: las nalgas de Hazem eran faraónicas, y yo seguía, medio aturdida, por culpa de la insolación.

viernes, 12 de abril de 2013

Ojos vendados





Por Amanda Clark


Una fiesta en un lugar exclusivo. Una vieja casona alejada de la ciudad. Vestido rojo pegado al cuerpo, cabello recogido, hombros al descubierto, guantes negros.


No conocemos a nadie. Es raro. Se siente extraño, hace tiempo que no estoy en esta ciudad. La amiga que me invitó, está coqueteando con varios hombres...Yo no me siento de humor.

-"Es una fiesta distinta. Lucite"- me dijo.

Busco un poco estar sola, las conversaciones acerca de los diseñadores de moda de tal o cual vestido nunca me han entretenido… Sigo preguntándome qué me llevó a tomar la decisión de venir y cuál es la parte distinta de la fiesta… Parece la típica fiesta de embajada: música chill out, copas con bebidas de todo tipo, snacks… ¿Quién pagará por todo esto?

Me paseo por los balcones de la casona que parecen tomados de una villa francesa. Me encantan las casas antiguas, recorro sus espacios, cierro los ojos y me imagino en otra época. También recuerdo que las mujeres, en ese entonces, eran bastante usadas para fines sexuales puramente… Meros adornos u funcionales a la maternidad….Me río pensando que no es muy diferente a lo que vivimos hoy.

Si tomo la segunda copa de Champaña comenzará a dolerme la cabeza. Me pregunto cuándo vendrá la parte distinta de la fiesta; cambio mi copa por vaso de agua.


Mirando hacia los parques, de repente, siento la necesidad de darme vuelta como si alguien me estuviera mirando...Entre toda la gente, mis ojos se posan en la barra y te veo.

VOS???!!!!! Se me escapa una sonrisa de alegría, me acerco y voy soltando mi cuerpo, me doy cuenta lo rígida que estaba. Ver a alguien conocido me reconforta… ¿Qué harías vos ahí?… Voy haciéndote preguntas con la mirada mientras camino a tu encuentro.

Estás parado con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo una copa. “¡Qué lindo que estás!”, pienso.

Me mirás fijamente. Me perturba. Voy deteniendo mi paso... Es más como una mirada de seducción, siento que me posees, y que tampoco yo puedo dejar de mirarte. ¿Qué es esta mirada? Nosotros somos amigos…jamás nos hemos mirado así…Me doy vuelta pensando, por un segundo, que no me estas observando a mi… Nadie hay atrás… Imagino que vos también te preguntarás que hago aquí! ¡Qué loco encontrarnos en este lugar!...

Por momentos toda la gente que parece haber entre nosotros desaparece y quedamos frente a frente, deseo que te acerques, que me digas un desestructurado saludo. Sin embargo no te movés…Mucha gente entre nosotros ahora… me cuesta llegar. ¿Me habrás visto realmente? Alguien me detiene con un halago hacia mi vestido, una mujer que me pregunta quién es el diseñador… Intento contestarle sin perderte de vista y veo que le decís algo al Barman dándole un papel y señalándome, cruza el salón en mi dirección y se me acerca, me entrega la nota:
“Esta noche los hombres eligen. ¿Qué haces aquí?”.

No entiendo nada… ¿Qué significa esa nota? Ahora quedo mas confundida que antes… Además, como si no me conocieras… ¡Después de tantos años!... Jamás voy permitir que un hombre elija nada por mi, mi libertad es lo único que cuido y defiendo con uñas y dientes.

Tu nota, en parte, me da risas nerviosas…No sé con qué mirada responderte…

En ese momento se apagan las luces. Mi amiga logra acercarse a mí entre la multitud y me dice:

- Por favor dejate llevar, está todo bien, solo dejá que pase...No lo resistas, te acordás que te dije que era una fiesta distinta… ahora vas a saber por qué…No te enojes conmigo…

Yo no entiendo nada. La gente murmura mientras un grupo de mujeres le ponen al resto vendas en los ojos. Comienzo a preguntarle a mi amiga dónde me trajo, ella está muerta de risa, excitadísima por lo que sabe que vendrá y no deja de decirme:

"Jamás has vivido algo como esto y vas a ver que no hay vuelta atrás..."De repente me acuerdo de la peli de Stanley Kubrick, mi mente se altera y reacciono, pienso que lo mejor es salir corriendo de ahí, comienzan a temblarme las piernas, estoy a kilómetros de cualquier sitio, cómo hago para escaparme de ahí...Intento irme... En el mismo instante que trato que salga mi voz, mi mente cruza pensamientos que intento borrar… No. No puede ser esto…Estoy segura que si te encuentro me sacás y me llevas a mi hotel… ¿Qué harás vos en una fiesta como ésta? Ahora entiendo tanta coquetería… ¿Por qué las mujeres permiten esto? Nauseas.
Camino entre la gente. Aun nadie me tapó los ojos. Tratando de no hacer mucho lío y me encamino a la salida mientras observo todo lo que pasa; los hombres están eligiendo mujeres… las evalúan, comparten comentarios entre ellos…Ellas están paradas o sentadas, solas, expuestas.

Ellos, entonces, toman la mano de la mujer elegida y comienzan a retirarse…

¿Qué es esto????!!!!!!!!

Alguien me toma de los brazos y otro me cubre los ojos.

-No, no, gracias, no no no- Les explico que yo no voy a jugar, que quiero irme, me dicen que alguien me elegirá que no me preocupe que estoy muy linda…Me desespero, me enojo, intento que me suelten...llego hasta la puerta pero no logro siquiera tocarla. Mientras una música extremadamente fuerte me aturde, siento que me toman de la mano. Es una mano de mujer. Al oído me susurran "tranquila, no harás nada que no quieras", esa voz no me tranquiliza pero me dejo conducir pensando que por las buenas siempre es mejor…pregunto por vos, por si alguien te conoce… Que te llamen… Que te digan que quiero irme…Nadie me contesta. Me acomodan en un lugar. No veo nada, no tengo ni la menor idea de donde estoy.
Me aturde el murmullo. Alguien me pide que sostenga una copa y que beba. Es una bebida diferente a cualquier cosa que yo haya probado. Dulce, con alcohol… Es muy sabrosa...No está mal ¿Qué será?
–¡Tengo que irme de aquí! – grita mi mente, inmediatamente siento que me relajo, tengo que apoyarme en la pared, mis piernas casi no responden pero no siento que estoy drogada, solo que mis miedos comienzan a disiparse, relajada, sin embargo alguna luz de racionalidad me dice que no podré salir sola de allí así que será mejor intentar seguir el juego y lograr irme para un costadito.
Los ruidos, las voces se van acallando, no entiendo bien cuánto tiempo hace que estoy ahí parada, ni que pasará ahora... pregunto y alguien me susurra
-shhh ya llegará tu turno.
Aleguien me toma por atrás rodeando mi cintura con su brazo. Bastante mas grande que yo, su perfume me embriaga. Se acerca a mi cuello y con sus labios me roza. Siento su respiración agitada. Me toma de la mano y caminamos juntos. Hay algo familiar, se me cruza una idea… No, no puede ser… Incluso, le pregunto a ese hombre si te conoce, le invento que yo había quedado con vos… que nos íbamos y por eso tengo que encontrarte…Nada. Sólo me insta a caminar a su paso…No sé porque me dejo guiar… En realidad me siento cansada, por supuesto que no voy a dejar que pase absolutamente nada con un desconocido, que clase de hombre…. Mi mente vuelve a vos… Qué hacías vos allí, recuerdo que también conoces a mi amiga.
Sé que fuimos por varios espacios porque el aire iba cambiando. Los ruidos…Los ruidos ya no eran risas o murmullos...eran gemidos...alguien grita demasiado intenso...me detengo, intento soltarme y correr, pero tropiezo… Dulcemente una voz me dice que no tenga miedo y que me deje fluir, que ha soñado con este momento conmigo desde hace tiempo.
¿Sos vos?!!!! Puedo reconocer tu voz aun en el susurro… Dale… deja de bromear…Quitame la venda… Desde cuando venís a estas fiestas….Qué cosas decís que soñaste esto… ¿Sabes qué?...Hagamos como que no pasó nada y llévame al hotel, dale estoy cansada.
Ahora sólo es cuestión de convencerte, menos mal que sos vos y no un desconocido. Me tranquiliza y, mientras simplemente espero que te canses de la broma, me dejo llevar por tu mano.
El ruido de una puerta que se cierra, silencia todos los demás ruidos.
Evidente, entramos a una habitación o salón…No quiero chocarme con nada, voy a tientas hasta que doy con una especie de sillón. Necesito respirar...Cuánto me ajusta este vestido… ¿Qué hago aquí, cómo voy a irme? ¿Intento expresarlo en voz alta? Por momentos no sé si sólo pienso o si estoy diciéndolo...
Me río y te insto a que pares ya de bromear…Te llamo. ¿Me dejaste sola encerrada? Intento sacarme la venda de los ojos...Está tan ajustada...
Entonces me pedís que no lo haga, que romperíamos el encanto si lo hiciera,
-Bueno, ¿qué encanto? Estás muy raro, sácame la venda de una vez…
- ¿Será necesario que te ate las manos así dejas de intentar quitarte la venda? me preguntas…Aún, cuando evidentemente no sabías a donde venias, estas aquí, la propuesta es esta… Yo te elegí, vos te venís conmigo y no te quitas la venda hasta que yo lo digo.
Tu voz suena ahora seria, dura…Me asusta un poco, me levanto de un salto.
-¡Esto ya es demasiado!¡ Dejame salir ahora! - objeto casi gritando.
Vos, en silencio.
Camino pero sin saber a dónde está la salida y me topo con tu cuerpo, inmediatamente me tomas las dos manos, inento inútilmente forcejear para zafarme, con toda tu fuerza pero sin hacerme daño sostenes a las dos manos en mi espalda… Comenzás a besarme, intento en vano escapar al beso y no puedo creerlo de mi misma pero, el sabor de tu boca, tu perfume y tu susurro en mi oído de "déjate llevar" me vuelven loca. Esto no puede estar pasando… yo me había jurado no mirarte jamás como hombre…Jamás imaginé que vos…
Siento que comienzo a alterar todos mis sentidos mientras mi mente intenta cuestionar pero mi cuerpo se dispone y, por momentos, mi excitación crece hasta sentir humedad entre mis piernas. Esbozo algunas razones por las cuales realmente me gustaría disfrutar este momento…Y también miles por las que debiera pararte y hacerte razonar…
Me pregunto si vos tenés tapados también los ojos. Busco tu cara, te toco..."Maldito juego machista", pienso.
Comienzo a pronunciar mi discurso de igualdad femenina mientras intento otra vez aprovechar (con el último vestigio de conciencia) levantarme y escaparme de allí… Ahogas mis palabras con besos, me contás al oiedo que el juego es así, que otro día podemos jugar al revés, pero que hoy tocó que los hombres eligieran y vos me elegiste a mí, que no fue fácil, que tuviste que disputarte con varios…Y mientras me decís esto me recostas en la cama, tus manos recorren buscando meterse entre mi vestido tocando mis piernas hasta llegar a mi ropa interior. De golpe me das vuelta, (ya no quiero ni creo que pueda resistirme a tu fuerza) me bajás el cierre del vestido mientras besas cada parte de mi espalda que va quedando al descubierto.
Me sorprendo de mi… no era que….risas divertidas y picaras en mi cabeza…
Todo lo que alguna vez fantasee y reprimí, estaba ahí ahora… Mi mente aun en la dualidad de dejarse fluir o salir corriendo…Mi cuerpo entregado completamente a sentir este placer físico. Te dejo hacer mientras recorro y descubro tu cuerpo tal y como me lo imaginé tantas veces.
Mis pechos, mis pezones erectos, mis partes húmedas y vos, demorándolo todo... Tus manos comienzan ahora a ser más lascivas; ya no sólo acarician, roban mi piel, penetran mis espacios y, cada vez que intento resistirme, tus besos son mas fuertes. Tu cuerpo me impide moverme hasta que notás que vuelvo a dejarme hacer.
Entonces me preguntas -¿Qué querés? No te quiero retener aquí en contra de tu voluntad. Si te querés ir, te vas ahora. Sólo puedo cuidarte aquí adentro, afuera interponerme seria descortés y si alguien más quiere llevarte, no podré detenerlo… No vas a poder escaparte, aquí la violación está aceptada, Nadie escucha los gritos de las mujeres, nadie se altera, nadie saldría a defenderte. Al fin y al cabo que me mejor que estes conmigo no?
Sera que mi cabeza deje de analizar todo? Porque estoy atando cabos… la insistencia de mi amiga, tu llamada casual en la mañana y tu pregunta acerca de mis planes para la noche…Conspiradores!!!!!!
Quiero preguntarte cosas, pero me decís que hoy no hay respuestas que solo hay sentir…Mientras, me acaricias la espalda con tu dedo.
Por fin respondo a tu pregunta, ya se lo que quiero: quiero sentir ahora tu placer...Comienzo a buscarte, encuentro tu cara y voy besándote todo mientras bajo y me acerco, te siento en éxtasis...todo se vuelve irresistible.
De golpe me acomodas abajo tuyo, siento tu aliento, Me decís muchas cosas que hacen explotar mi cabeza y, sin mas preámbulos me penetrás...
Cada vez que intento decir algo, te clavas tan fuerte en mí que me dejas sin respiración…-Ya no podes decir nada, me objetás.
Te dejo mover en mí, mi cuerpo te acompaña y, por fin, casi al unísono, nos fundimos en un orgasmo infinito hasta que nuestros cuerpos se relajan.
Mientras recupero la respiración siento que te levantás. Me das un beso que, literalmente, viola mi boca.
Me dejo sumergir en las sensaciones...Mi cuerpo no responde, mi mente completamente en blanco…Me duermo con la venda aun en mis ojos.
La luz de un claro día me despierta...Me duele un poco la cabeza. No reconozco dónde estoy. Me levanto desnuda, buscándote, en la habitación. No tengo la venda,
Alguien toca la puerta. Es mi amiga que viene a buscarme...
Al salir aun desaliñada, con el peinado desarmado, me encuentro con su mirada y me dice:
-Jamás hablarás de esto, ¡JAMÁS! Muy pocos saben que este sitio existe. Nadie te creería y, si crees que lo ves por la calle, a quien conociste esta noche, simplemente desconocelo. La fantasía se mantiene mientras sólo la hagamos realidad aquí. Intento en vano decirle que yo ya te conocia… Ella insiste que ahí adentro nadie se conoce con nadie…Sólo en un momento me mira y me dice… “y no seas tan inocente… no pude dejar de ayudar…desde hace años he notado lo que pasaba entre ustedes…”
Camino a casa. Las dos, vamos en silencio. Mi mente se pregunta por qué siempre me meto en estos embrollos... Mi cuerpo aun húmedo por vos, te sigue buscando.
Una llamada de teléfono me recuerda que tengo almuerzo con todos los amigos del alma…Ni siquiera me imagino afrontando las siguientes dos horas. Apenas logro pasar por el hotel y cambiarme…un jean, una remera blanca, casual… Mi mente comienza a acelerarse, se llena de preguntas que quiero hacerte, de imágenes.
Saludo a todos al llegar… me turba completamente verte allí. Mientras almorzamos en una charla relajada llena de anécdotas, espero que nadie se dé cuenta de lo conmocionada que aún me siento.
Vos parecés estar tan tranquilo y natural. Comienzo a preguntarme si de verdad fuiste vos… y de ser verdad, es algo que hacés todo los fines de semana?…Finalmente, nunca te vi, aunque amanecí sin la venda. Que extraño tengo la impresión que si le cuento esto a alguien ni yo podría definir si fue un sueño o algo que pasó en realidad.
Me alejo para fumar e intentar relajarme…. De repente, te acercás mientras el resto parece ni darse cuenta Me preguntás una tontería que me obliga a mirarte a la cara, y me entregás la venda mientras me decís…”No dejes tus cosas tiradas en cualquier lado”
Mis ojos quedan fijos en la venda, mi cuerpo petrificado, mi cabeza en un maremoto de pensamientos. Fue verdad, fue real!!!!!!!!!! No puedo distinguir si esto me alegra o no, me siento completamente mareada, levanto la cabeza mientras te digo “es que no puedo creerlo” ,casi en un susurro, pero ya no estás, te veo en medio del grupo charlando nuevamente.
Guardo la venda e intento incorporarme a la conversación con mis amigas.
Aún intento escaparme de aquella casona.

GALOPE HELÉNICO

D Sheila Acosta Anzalone

Nikos andaba haciendo lo de siempre: caminaba por las callecitas de Plaka buscando la apetecible presa. La encontró muy pronto. Una latina de glúteos pulposos caminaba a ritmo de reina del carnaval, o actriz de película condicionada de allende el Atlántico. La turista típica para seducir, tal como pensaban él y los escandinavos, germanos, y otros sujetos que iban a lagartear un rato en las zonas más templadas de la Europa caliente. Ella, Samanta,  rió y le explicó que no hablaba inglés. Él se presentó, explicándole con un castellano italianizado que era cretense, y que ella era hermosa donna, pretty woman, beautifull girl.
Pasearon un rato. Él, como buen griego que se precie de tal,  la invitó con un frappé y le sugirió ir al restaurante en el que servían la mejor musaká. Ella aceptó y se bebió el frappé. La musaká después, dijo, haciendo señas  aparatosas y él entendió sus gestos como invitaciones para el good sex. Samanta le dijo que no, que no quería good sex ni mal sex, que tampoco quería la musaká, que mejor se la metiera en el culo, griego degenerado. Nikos quiso disculparse, le hizo en tender que el problema comunicacional era producto de su Little english y ella pensó en los Little Pony, esos caballitos de colores suaves, provistos de unas crines listas para peinar y los cuellos babero plagados de lentejuelas y canutillos.  Y  le quedaba bien a Nikos nombrar  los Little que ella conocía, porque tenía una dentadura caballar no mejor (aunque tampoco peor),  que las de los rocinantes hambreados de los cartoneros. Estaban en Grecia, Nikos debió ser arrojado del monte Taigeto, milenios atrás, por obra y gracia de esa mandíbula que no sería apta para las guerras, aunque sí para temblar ante el deseo por una mujer como Samanta. Si hubiese sido porteño de Buenos Aires o al  menos rioplatense, Nikos hubiese asegurado que Samanta le hacía temblar la pera cuando caminaba con su andar yeguarizo, zarandeando las nalgas como panderetas gitanas.
Así, hallados en el hemisferio norte y  la cuna de la civilización que se disputa los frisos del Partenón, con los gringos chorros del Museo Británico, el asunto se resumía así: la que se sintió ofendida porque él creyó que sin pruritos lo invitaba a la fiesta del good sex,  decidía que la charla de sordos confundidos estaba por cesar pronto. Pero Nikos remaba sin cesar en su Egeo, por esos momentos tempestuoso, para que ella no se llevara lejos su Little english y, menos que menos, su culo enorme y meneador. Como la de Yénifer López era la escultura helénica  zarandeada por Samanta, y Nikos no quería perderse los primeros primerísimos planos de esa geografía exuberante ni la posibilidad, aún esperanzada,  de incursionarla con su nave cretense. La escultura de Yénifer sólo se podía ver en televisión y ésta, la de Samanta, en vivo y en directo. La televisada era incisiva en cinematográficas tomas de espaldas y perfil, y representaba uno de sus deleites. Cómo no serlo, si la López mostraba siempre la mejor cara. Al menos, la más turgente que tenía.
Los abordados por el ruido comunicacional comenzaron a discutir. A los gritos era la disputa troyana. En cuádrigas, porque se oía mucho relinchar brioso. Finalmente, el que había sido irreverente y cosificador fue abordado por la voz del instinto. Por el verano del potro ávido de cópula campestre. De apareo urgente. Ella se negó. Corrió por las callecitas de Plaka. Nikos la siguió. Trotaba. Más bien cabalgaba. Samanta se apuró, circunvaló la iglesia ortodoxa y le pidió al Jesús que no estaba en el madero que la salvara del padrillo más retobado de la tropilla. Desesperada, lo recordó: no estaba herrada, y el camino, jalonado por piedras y estorbos, se le figuraba adverso. Errado. Sus cascos desnudos le auguraban lo peor: además de haber perdido los moños de las crines y la larga cola cepillada, se le estaba estropeando el esmalte rojo furioso de Maybelline con el que se había pintado esa mañana y, para toda desgracia de una Little Pony, se le había caído, durante la huida, el cuellito babero con lentejuelas nacaradas y los sobrecitos de azúcar que había guardado, golosa, cuando se bebía el frappé.



jueves, 11 de abril de 2013

LO QUE VI HOY


Thelma Molina Perazolo



El sol despliega sus dorados y cálidos rayos sobre la ciudad que empieza a despertar.
Como todas las mañanas viajo en colectivo del trabajo a mi casa. Soy uno más en este devenir de la existencia caminando anónimamente entre la multitud, un recolector de historias, imágenes, frases, lo que sea y que valga la pena ser plasmado en un papel para darle vida a aquellos que la transitan.
Enamorado de la vida y observador de lo que existe a su alrededor, los edificios, las calles, los gestos y actitudes de las personas que caminan a realizar sus quehaceres cotidianos, los niños jugando en las plazas, los árboles en todo su esplendor, las flores acariciadas por mariposas multicolores, todo para mí es un regalo de la naturaleza que no se puede comprar.
Quizás por eso mi atención se concentra en una joven pareja sentada en los primeros asientos del ómnibus.
Embelesado observo el puro amor que irradian...
El muchacho con infinita ternura acaricia los largos y renegridos cabellos de su compañera. Su tenue y segura voz tiene el poder para que el rostro de ella adquiera los tintes del jazmín o del carmín, que su ceño de repente fruncido se distienda logrando esbozar una tímida sonrisa.
El joven se levanta y con pasos firmes se dirige a hablar con el conductor.
- Señor mi compañera es ciega. Está aprendiendo a salir sola. Es la primera vez que viaja en colectivo y tiene un poco de miedo. Yo la estoy guiando. En la próxima parada tenemos que descender, le pido por favor, cuando se detenga nos de el tiempo necesario para bajar.
Despaciosamente el vehículo cesó su marcha, la muchacha agarró el brazo de su compañero y guiada por los seguros movimientos del cuerpo masculino ambos descendieron.
Una vez que la joven estuvo en la vereda, el muchacho ágilmente subió al colectivo para agradecer al chófer la gentileza brindada, al bajar desplegó una caña de aluminio, se reunió con la joven y juntos caminaron siguiendo el rítmico compás de sus bastones blancos.

miércoles, 10 de abril de 2013

LA ÚLTIMA VEZ QUE LO VÍ



De Sheila Acosta Anzalone




La última vez que lo vi sentí una congoja infinita. Cómo no afligime así, si él era, es, será el conocedor de todos mis territorios. El amante furtivo de todas mis geografías. Cómo no caer en la cuenta de los años, de ese inquebrantable lazo que nos une en mis orígenes.
La última vez que lo vi deseé que me poseyera para siempre. Surcar sus mundos profundos, escrutar uno a uno sus secretos. Trepidar ante su masculinidad absoluta. Necesité, me urgió su presencia inolvidable, pero me negué a que me arrastrara en su adversidad, en su soberbia mayúscula. A sus pies, como si además de su amante fuera su esclava. Un día se me aparecía manso, comprensivo, contestador de todas mis preguntas, y contestatario de todas las verdades que no lo son, o son verdades a medias, pobres verdades que él se atrevía a desdeñar, a cuestionar. Otro día se me figuraba adverso, implacable, infranqueable.
La última vez que lo vi lloré, me remonté a los recuerdos, nuestros recuerdos, los que construimos a través de las décadas. Nos arrogamos, nos apropiamos del derecho de hacerlo, nadie nos puede negar el decidir qué recuerdos priorizar, cuáles ocultar y cuántos negar. Para fortuna de muchos y resistencia de tantos, la memoria es libre como nuestra unión insondable. Nadie, ningún detractor, ningún inquisidor, podrá privarnos de la memoria. Ella se erige invulnerable como él, que me arranca lágrimas y sonrisas, felicidad y desconsuelo.
La última vez que lo vi, que navegué por sus efluvios amantes, por sus aguas fraternas, las de río ancho como la mar, ese día sentí que estaba en casa, que él, el inolvidable Río de la Plata era mi lecho, y con él y en sus cauces dormía cada una de mis noches desde ese día en el que, siendo sólo una niña, salí, broté de él para no volver, o para volver siempre, cada vez, en todos los instantes, por él y a través de él.

lunes, 8 de abril de 2013

YO TE VI


De Emi Tudi



Yo te vi…Yo te vi… ¡ Fuiste vos!…grito el Nachito agitando el dedo acusador, que apuntada directo hacia a mí.
Automáticamente, me puse colorada. Pero qué dice este chico…
-Nachito, por qué la acusas a la tía, no te presto mas la compu para que juegues al juego ese del pajarito, asi que no digas mentiritas.
-Pero mamaaaaa…sentencio el querellante, si fue ella, yo la vi.
El silencio me hizo transpirar. Y ahora... cómo salgo de este entuerto, pensé mientras tragaba saliva con dificultad.  Respire hondo y dije con tono duro: “Bueno basta de buscar culpables, acá lo importante es encontrar la solución”.
Mi hermana, que me conoce mejor que nadie, esbozo una media sonrisa y clavo sus ojos negros inquisidores sobre mi.  “Ahaaaa… entonces Ignacio tiene razón, fuiste vos Emilia, cuando te haces la buenita es porque la culpable sos vos, si no estarías tratando de encontrar al malhechor”. “Te voy a matar”, me dijo ya mas enojada y puchereó.
Pero perdón… se me estrujo el corazón cuando la vi lagrimear. -Te juro Tina que yo no sabía que esa torta era para vender…sabés que soy goloza y la vi ahí en la heladera, tan linda, tan cremosa, el dulce de leche me llamaba, me decía veniii…comemeeee. No me pude resistir. Deberías haberme avisado, o haberle puesto un cartelito que dijera está vendida…
Perdón… le dije en vos baja, sabiendo que esa simple palabra no iba a enmendar la macana. Me sentía indigesta. La culpa me estaba matando. Que hacíamos ahora, en una hora esa torta mutilada debía estar decorada sobre la mesa de un bautismo.
Como siempre ella me tranquilizo a mi, me abrazo y con vos calmada me dijo “no importa, no te preocupes, vos cuídamelo a Nachito que ya veo como lo arreglo, pero ahora si que me debes la Barbie…y la moto de la Barbie y el Ken y toda la ropita”.
No pude evitar reírme a carcajadas, mirá que sos reprochona eh! 20 años y todavía me recriminas eso.

viernes, 5 de abril de 2013

Yo te vi

De Gloria Viejo





Yo te vi...
porque tu ya me habías visto,
cuando yo aún era invisible.
Y me descubrí en tu mirada...
Ahora te veo,
y a veces temo
volver a ser invisible,
no al mundo
sino a tus ojos, a tu mirada.

 

jueves, 4 de abril de 2013

Yo te vi

Sheila Acosta Anzalone.





Yo te vi rodeada por las sombras. Arrastrada por una corriente adversa. Insalvable te veías en tu procesión infamante ante la multitud. La monotonía de la tarde se marchaba, desaparecía gracias a tu aplastamiento contra los muros del castigo ejemplar.

Yo te vi en la ceremonia inquisitorial del Auto de Fe. Lo era en toda su parafernalia. Debías portar un sambenito bufonesco. Denigrante. Uno que despertaba las carcajadas sonoras de un público ávido de humillaciones y carne asada en los patíbulos. El del disfrute por la exhibición. La que se erigía en los despojos de unos seres reducidos a la burla y el vilipendio.
Yo te vi camino al cadalso mientras las muecas de goce arengaban a la continuidad del oprobio. Pude verte cuando intentabas incorporarte. En tanto, altiva, a pesar del suplicio, mirabas a los ojos a tus verdugos. Yo te vi incorporarte en el instante aquel. Ése en el que farfullabas alguna frase de circunstancia. Una que no lograba mermar el desprecio de quienes disfrutaban de tu desgracia. Notarías, desolada, que los enardecía más.
Yo te vi proseguir airosa ante la pila dispuesta para tu ejecución. Sortear la prueba, erguirte mientras tu cuerpo se hallaba descolocado por el potro desgajando tus articulaciones.
Yo te vi trepidar, sufrir, gemir de dolor. Qué habrías sustanciado para ser conducida a tanto sufrimiento. Judaizado, quizás. Pergeñado ideas prohibidas. Habrás ejercido despreciables actos de bigamia, adulterio, artes oscuras para la fe, brujerías, búsqueda de la verdad. Apropiación de otras verdades posibles. Alguna herejía.
Yo te vi sobrevolar la calle concurrida. Te vi en tu vuelo corto buscando ser libre. Para eso, seguramente, habrás caído ante ellos. Ante los que no saben lo que es la piedad, la clemencia. La solidaridad.
Yo te vi en la recepción del consultorio. El de kinesiología. “Terrible golpe me di en la manifestación ayer”, me dijiste, “por fortuna fue sólo un esguince, pero cómo se rieron de mí esos cretinos”. Y como no podía ocultar que estaba ahí, y no había hecho nada para reducir tu pena, te contesté con naturalidad: “claro, si yo te vi”.

martes, 5 de marzo de 2013

El necesario adiós.

Sheila Acosta Anzalone




El taxi se detiene detrás de las máquinas. Azucena Márquez desciende con dificultad y, luego de atravesar la vereda, cruza, sigilosa y emotiva, el extenso zaguán. Lo desconoce, aún suspendido en el tiempo, lo desconoce. No cambió ese piso de baldosas bordó cuyo entramado geométrico se esfuma hacia un ocre majestuoso. Siempre la obnubiló, durante la infancia, ese destello que unía los herrajes dorados y las manijas de bronce de la ancha puerta de entrada, con el ocre del piso en el que ella daba saltitos de niña feliz. Ahora no podría darlos. Apenas logra deslizarse con sus pies cansados luego de asirse, para recuperarse un poco, de las rejas ya herrumbradas de la cancela. Aquella que otrora fuera el deleite del barrio, la admiración de los vecinos y el regocijo de los moradores de la casa que hoy es un edificio en ruinas. Pero algo de esa soberbia del pasado ha permanecido incólume. Algo no está desvencijado a pesar del tiempo y sus embates.

Tomando del aire que deviene en aliento, el que le permiten inhalar sus ochenta y nueve años de biografía, Azucena Márquez regresa a casa. Regresa a sabiendas de que ésa, la visita que plasma luego de décadas, será, de seguro y definitivamente, la última. Se siente íntegra, la memoria la mantiene tan cabal como su tozudez. Pero el cuerpo, ése que le molesta porque no la deja manejarse como querría, cada día la desobedece más.

-¿Necesita ayuda, doña?-pregunta el taxista.

-No, mijo, esperá que en un rato vuelvo-responde, y agrega para sí, con vehemencia- dejame a solas con mis recuerdos.

Por fin está en la amplia sala, la misma en la que se erigía, imponente, el piano de cola que el padre le compró al cumplir los diez años. Ya no está, ni su niñez crecida ni su juventud perdida. Tampoco la madurez gozada con vitalidad. Pero están los recuerdos. Sin los recuerdos uno no es nada, piensa. Sube la vista hacia los techos altísimos, hoy deteriorados y despojados de la araña señorial que la tentaba a cerrar los ojos e imaginar diversos mundos hacia donde viajar. Recuerda lo pequeña que se sentía recostada en el regazo de su madre, mientras tejía mañanitas a croché y carpetas de macramé. Le habitaron la memoria, vívidos, esos bordados meticulosos en sábanas, manteles, delantales. Las artes que toda mujer que se preciara de honrada debía aprender, además de la elaboración y cocción de los más sabrosos platos que mantendrían en el hogar al hombre de la vida futura. La que tuvo, sí, con el que se llevara la muerte una década y media atrás. Recuerda que él, su esposo, el padre de los hijos, la visitaba antes y después de comprometerse, y se quedaban dialogando en el zaguán. Ése que hoy le cuesta reconocer, es el mismo en el que el único hombre que amó y con quien estuvo en la intimidad, aquel a quien entregó su virginidad en la noche de bodas, le robaba los primeros besos de la adolescencia en flor. Ahí, en ese zaguán inolvidable que escudriña desde la sala, se sintió mujer por primera vez. El cuarto de los padres y el suyo están juntos, unidos por el grueso muro. Se sostuvo con el bastón cuando se asomó a su habitación vacía, la misma en la que se despertó cada mañana hasta los dieciséis años, hasta el mismo día que se marchó casada con Felipe.

Parada, sobre el piso de madera apolillada de su habitación, Azucena recordó esa noche de febrero, cuando luego de la fiesta de carnaval a la que había asistido con su madre, dos tías y Mimí, su prima de idéntica edad, no pudo conciliar el sueño. Tenía catorce años esa vez en la que Felipe, que era un ilustre desconocido, le dijo al oído: “En dos años, cuando termine mis estudios, te vengo buscar y te casás conmigo”. Quedó aterrada por mucho tiempo, pero recordaba esa mirada inquisidora y protectora, a la vez, surgida de los ojos oscuros de Felipe que era tan hermoso a los veintidós años, y se tranquilizaba. Luego fue hasta la habitación de los padres, tantos recuerdos, tanto pasado imborrable revoloteando en la memoria. Recordó ese instante único antes de la boda; aquel en el que la madre, sentada en la cama que de niña le parecía inmensa, le daba consejos para esa primera noche de amor.

Una voz masculina frenó los recuerdos y cavilaciones de Azucena:

-Señora, apúrese, por favor, la gente ya no puede esperar más.

-Está bien, no se preocupe, ya puede comenzar con la demolición-dijo, y una sola lágrima rodó por su mejilla colmada de arrugas, en tanto se afirmaba en el bastón para salir a la calle.