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viernes, 12 de abril de 2013

GALOPE HELÉNICO

D Sheila Acosta Anzalone

Nikos andaba haciendo lo de siempre: caminaba por las callecitas de Plaka buscando la apetecible presa. La encontró muy pronto. Una latina de glúteos pulposos caminaba a ritmo de reina del carnaval, o actriz de película condicionada de allende el Atlántico. La turista típica para seducir, tal como pensaban él y los escandinavos, germanos, y otros sujetos que iban a lagartear un rato en las zonas más templadas de la Europa caliente. Ella, Samanta,  rió y le explicó que no hablaba inglés. Él se presentó, explicándole con un castellano italianizado que era cretense, y que ella era hermosa donna, pretty woman, beautifull girl.
Pasearon un rato. Él, como buen griego que se precie de tal,  la invitó con un frappé y le sugirió ir al restaurante en el que servían la mejor musaká. Ella aceptó y se bebió el frappé. La musaká después, dijo, haciendo señas  aparatosas y él entendió sus gestos como invitaciones para el good sex. Samanta le dijo que no, que no quería good sex ni mal sex, que tampoco quería la musaká, que mejor se la metiera en el culo, griego degenerado. Nikos quiso disculparse, le hizo en tender que el problema comunicacional era producto de su Little english y ella pensó en los Little Pony, esos caballitos de colores suaves, provistos de unas crines listas para peinar y los cuellos babero plagados de lentejuelas y canutillos.  Y  le quedaba bien a Nikos nombrar  los Little que ella conocía, porque tenía una dentadura caballar no mejor (aunque tampoco peor),  que las de los rocinantes hambreados de los cartoneros. Estaban en Grecia, Nikos debió ser arrojado del monte Taigeto, milenios atrás, por obra y gracia de esa mandíbula que no sería apta para las guerras, aunque sí para temblar ante el deseo por una mujer como Samanta. Si hubiese sido porteño de Buenos Aires o al  menos rioplatense, Nikos hubiese asegurado que Samanta le hacía temblar la pera cuando caminaba con su andar yeguarizo, zarandeando las nalgas como panderetas gitanas.
Así, hallados en el hemisferio norte y  la cuna de la civilización que se disputa los frisos del Partenón, con los gringos chorros del Museo Británico, el asunto se resumía así: la que se sintió ofendida porque él creyó que sin pruritos lo invitaba a la fiesta del good sex,  decidía que la charla de sordos confundidos estaba por cesar pronto. Pero Nikos remaba sin cesar en su Egeo, por esos momentos tempestuoso, para que ella no se llevara lejos su Little english y, menos que menos, su culo enorme y meneador. Como la de Yénifer López era la escultura helénica  zarandeada por Samanta, y Nikos no quería perderse los primeros primerísimos planos de esa geografía exuberante ni la posibilidad, aún esperanzada,  de incursionarla con su nave cretense. La escultura de Yénifer sólo se podía ver en televisión y ésta, la de Samanta, en vivo y en directo. La televisada era incisiva en cinematográficas tomas de espaldas y perfil, y representaba uno de sus deleites. Cómo no serlo, si la López mostraba siempre la mejor cara. Al menos, la más turgente que tenía.
Los abordados por el ruido comunicacional comenzaron a discutir. A los gritos era la disputa troyana. En cuádrigas, porque se oía mucho relinchar brioso. Finalmente, el que había sido irreverente y cosificador fue abordado por la voz del instinto. Por el verano del potro ávido de cópula campestre. De apareo urgente. Ella se negó. Corrió por las callecitas de Plaka. Nikos la siguió. Trotaba. Más bien cabalgaba. Samanta se apuró, circunvaló la iglesia ortodoxa y le pidió al Jesús que no estaba en el madero que la salvara del padrillo más retobado de la tropilla. Desesperada, lo recordó: no estaba herrada, y el camino, jalonado por piedras y estorbos, se le figuraba adverso. Errado. Sus cascos desnudos le auguraban lo peor: además de haber perdido los moños de las crines y la larga cola cepillada, se le estaba estropeando el esmalte rojo furioso de Maybelline con el que se había pintado esa mañana y, para toda desgracia de una Little Pony, se le había caído, durante la huida, el cuellito babero con lentejuelas nacaradas y los sobrecitos de azúcar que había guardado, golosa, cuando se bebía el frappé.



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