D Sheila Acosta Anzalone
Nikos andaba haciendo lo de siempre: caminaba por las callecitas de
Plaka buscando la apetecible presa. La encontró muy pronto. Una latina
de glúteos pulposos caminaba a ritmo de reina del carnaval, o actriz de
película condicionada de allende el Atlántico. La turista típica para
seducir, tal como pensaban él y los escandinavos, germanos, y otros
sujetos que iban a lagartear un rato en las zonas más templadas de la
Europa caliente. Ella, Samanta, rió y le explicó que no hablaba inglés.
Él se presentó, explicándole con un castellano italianizado que era
cretense, y que ella era hermosa donna, pretty woman, beautifull girl.
Pasearon un rato. Él, como buen griego que se precie de tal, la invitó
con un frappé y le sugirió ir al restaurante en el que servían la mejor
musaká. Ella aceptó y se bebió el frappé. La musaká después, dijo,
haciendo señas aparatosas y él entendió sus gestos como invitaciones
para el good sex. Samanta le dijo que no, que no quería good sex ni mal
sex, que tampoco quería la musaká, que mejor se la metiera en el culo,
griego degenerado. Nikos quiso disculparse, le hizo en tender que el
problema comunicacional era producto de su Little english y ella pensó
en los Little Pony, esos caballitos de colores suaves, provistos de unas
crines listas para peinar y los cuellos babero plagados de lentejuelas y
canutillos. Y le quedaba bien a Nikos nombrar los Little que ella
conocía, porque tenía una dentadura caballar no mejor (aunque tampoco
peor), que las de los rocinantes hambreados de los cartoneros. Estaban
en Grecia, Nikos debió ser arrojado del monte Taigeto, milenios atrás,
por obra y gracia de esa mandíbula que no sería apta para las guerras,
aunque sí para temblar ante el deseo por una mujer como Samanta. Si
hubiese sido porteño de Buenos Aires o al menos rioplatense, Nikos
hubiese asegurado que Samanta le hacía temblar la pera cuando caminaba
con su andar yeguarizo, zarandeando las nalgas como panderetas gitanas.
Así, hallados en el hemisferio norte y la cuna de la civilización que
se disputa los frisos del Partenón, con los gringos chorros del Museo
Británico, el asunto se resumía así: la que se sintió ofendida porque él
creyó que sin pruritos lo invitaba a la fiesta del good sex, decidía
que la charla de sordos confundidos estaba por cesar pronto. Pero Nikos
remaba sin cesar en su Egeo, por esos momentos tempestuoso, para que
ella no se llevara lejos su Little english y, menos que menos, su culo
enorme y meneador. Como la de Yénifer López era la escultura helénica
zarandeada por Samanta, y Nikos no quería perderse los primeros
primerísimos planos de esa geografía exuberante ni la posibilidad, aún
esperanzada, de incursionarla con su nave cretense. La escultura de
Yénifer sólo se podía ver en televisión y ésta, la de Samanta, en vivo y
en directo. La televisada era incisiva en cinematográficas tomas de
espaldas y perfil, y representaba uno de sus deleites. Cómo no serlo, si
la López mostraba siempre la mejor cara. Al menos, la más turgente que
tenía.
Los abordados por el ruido comunicacional comenzaron a discutir. A los
gritos era la disputa troyana. En cuádrigas, porque se oía mucho
relinchar brioso. Finalmente, el que había sido irreverente y
cosificador fue abordado por la voz del instinto. Por el verano del
potro ávido de cópula campestre. De apareo urgente. Ella se negó. Corrió
por las callecitas de Plaka. Nikos la siguió. Trotaba. Más bien
cabalgaba. Samanta se apuró, circunvaló la iglesia ortodoxa y le pidió
al Jesús que no estaba en el madero que la salvara del padrillo más
retobado de la tropilla. Desesperada, lo recordó: no estaba herrada, y
el camino, jalonado por piedras y estorbos, se le figuraba adverso.
Errado. Sus cascos desnudos le auguraban lo peor: además de haber
perdido los moños de las crines y la larga cola cepillada, se le estaba
estropeando el esmalte rojo furioso de Maybelline con el que se había
pintado esa mañana y, para toda desgracia de una Little Pony, se le
había caído, durante la huida, el cuellito babero con lentejuelas
nacaradas y los sobrecitos de azúcar que había guardado, golosa, cuando
se bebía el frappé.
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