Thelma Molina Perazolo
El sol
despliega sus dorados y cálidos rayos sobre la ciudad que empieza a despertar.
Como
todas las mañanas viajo en colectivo del trabajo a mi casa. Soy uno más en este
devenir de la existencia caminando anónimamente entre la multitud, un
recolector de historias, imágenes, frases, lo que sea y que valga la pena ser
plasmado en un papel para darle vida a aquellos que la transitan.
Enamorado
de la vida y observador de lo que existe a su alrededor, los edificios, las
calles, los gestos y actitudes de las personas que caminan a realizar sus
quehaceres cotidianos, los niños jugando en las plazas, los árboles en todo su
esplendor, las flores acariciadas por mariposas multicolores, todo para mí es
un regalo de la naturaleza que no se puede comprar.
Quizás
por eso mi atención se concentra en una joven pareja sentada en los primeros
asientos del ómnibus.
Embelesado observo el puro amor que irradian...
El muchacho con infinita ternura acaricia los largos y renegridos
cabellos de su compañera. Su tenue y segura voz tiene el poder para que el
rostro de ella adquiera los tintes del jazmín o del carmín, que su ceño de
repente fruncido se distienda logrando esbozar una tímida sonrisa.
El joven se levanta y con pasos firmes se dirige a hablar con el
conductor.
- Señor mi compañera es ciega. Está aprendiendo a salir sola. Es la
primera vez que viaja en colectivo y tiene un poco de miedo. Yo la estoy
guiando. En la próxima parada tenemos que descender, le pido por favor, cuando
se detenga nos de el tiempo necesario para bajar.
Despaciosamente el vehículo cesó su marcha, la muchacha agarró el brazo
de su compañero y guiada por los seguros movimientos del cuerpo masculino ambos
descendieron.
Una vez que la joven estuvo en la vereda, el muchacho ágilmente subió al
colectivo para agradecer al chófer la gentileza brindada, al bajar desplegó una
caña de aluminio, se reunió con la joven y juntos caminaron siguiendo el
rítmico compás de sus bastones blancos.
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