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lunes, 19 de noviembre de 2012

ESTAMOS FRITOS



                      


Laura Pratto



Yo esperaba que pase a buscarme. El Laucha tenía mujer e hijos, así que el trámite siempre debía ser de lo más furtivo y veloz que se pudiera. Me acomodaba bastante cerca de la puerta, de modo que cuando sonaran esos toques de bocina inconfundibles ya estuviera prácticamente con un pie arriba del auto. Eran tres emisiones sonoras, bien cortitas y seguidas, pulsadas con culpa. Yo vivía a una cuadra de Urquiza, y eso constituía una ventaja para nuestra relación: apenas me subía él pegaba la vuelta a la manzana y ya estábamos sobre la ruta, listos para encarar hacia cualquier punto fuera de la ciudad.
Durante ese año había empezado a hacer furor la transmisión codificada de los partidos de fútbol, y en todo San Francisco era imposible seguir los torneos de verano. La alternativa más popular para hacerlo era trasladarse hasta Freyre, y mirar los encuentros en el Bar Central, picada de por medio. A sabiendas de que esa noche se jugaba el clásico por la Copa Desafío en Mendoza, y de que Freyre, una de nuestras coartadas, estaría plagada de sanfrancisqueños, habíamos arreglado para vernos a la hora de la siesta.
El Laucha había pasado al frente: tenía una casa de ropa deportiva cuya mercadería era la más codiciada por la población local. Les pagaba poco a sus empleadas, pero la empresa se había hecho una fama tal que todas morían por trabajar allí, les daba una suerte de status. Las contratadas siempre eran rubias, flacas y vestían jeans y zapatillas de marca después del primer mes de empleo, ya que compraban el uniforme a precio promocional con el sueldo de debutantes. Daba gusto verlas desfilar a lo largo de las dos cuadras que había del negocio hasta el depósito por 25 de Mayo, con ese aire de estrellas de la pasarela.
Le iba tan bien al Laucha que cada integrante de su prole tenía un auto. A la familia le gustaba intercambiarse los móviles, tenían ese berretín. En el negocio las empleadas jugaban, cada mañana, a adivinar en cuál aparecería el jefe. Cada vez que nos veíamos, él, para despistar, usaba el Fiat 600 del hijo menor.
El asfalto quemaba cuando arrancamos para Freyre por la ruta vieja, donde salvo algún camión transportador de leche o un par de ciclistas obsesionados con el promedio, no solía verse a nadie. Hacía un calor de esos que amedrentan hasta a las iguanas. Estábamos jugadísimos con la hora, a las cuatro el Laucha tenía que ir a abrir el local. Pisaba el 600 con espíritu deportivo, como si nunca se hubiera bajado del Alfa que había usado por la mañana. Tenía poca idea de fierros, era de esos que solucionan todo con plata. Era de esperar que en esas condiciones el motor recalentara.
Un poco después del puente sobre las vías viejas la Bola empezó a fallar, y finalmente se clavó. El Laucha también quedó paralizado, del pánico. Creo que por su cabeza pasaban imágenes aterradoras de la mujer, el hijo, el mecánico familiar, las empleadas. Por la mía, las anécdotas del 600 que había sido el primer auto de mi primo, y que sus amigos, compañeros de viaje, reflotaban en los asados. Por ejemplo esa vez que se les había quedado cuando iban a una carrera de midget en Vila, y que el Tato, jactándose de ser un gran conocedor de la máquina, se bajó a revisar el nivel del aceite: apenas sacó la varilla, el aceite hirviendo le saltó a la cara como en un revival de las Invasiones Inglesas, y le dejó marcadas unas pecas que duelen todavía hoy de solo verlas. O esa otra vez, también en ruta, en que la Bola se había pasado de temperatura y para refrescarla habían tenido que dejarle levantada la tapa, sostenida con un alambre de fardo que habían robado de un campo.
Unos gemidos me sacaron del pasado. El Laucha lloraba, con el antebrazo apoyado en el volante, que estaba impecable, tapizado en cuero. Sentí una mezcla de pena y desprecio. Con una mano en su muslo y voz piadosa intervine: “Tranquilo, lindo, seguro es el aceite, por qué no vas a fijarte.”