De Natalia Spina
La
tela estaba ya preparada en el bastidor.
Azul petróleo, mansa y relajada, esperaba convertirse en la pechera de
un vestido único y majestuoso. El
bordado, haría la diferencia y Rodolfo tenía preparada la larguísima hebra
plateada para comenzar un recorrido laberíntico, sin cortes. La pequeña tijera Solingen, se hamacaba
hambrienta en una cinta morada alrededor del cuello del modisto; sabía que no
debía ser usada una vez que él diera la primera puntada.
El
artesano estudió el plano, calculó los surcos que marcaría, la distancia entre
cadenetas, la perspectiva de ese lienzo a punto de ser trazado de una sola vez
con el fino cincel. Tomó uno de los extremos y con un movimiento reflejo, lo llevó
hacia sus labios, donde humedeció levemente la punta del hilo brillante. Fugaz
ceremonia ancestral que venía viviendo desde hacía ya cincuenta años. Sacando
la aguja del alfiletero, preparó su visión para deslizarla por el minúsculo
orificio aplanado. Cuando sus brazos estaban firmes para sostener el pulso de
sus manos pequeñas y pálidas, las sombrías espectrales siluetas aparecieron
nuevamente por atrás.
Abundia apoyó su mano sobre el hombro derecho
de su hijo, Victorina, sobre el izquierdo de su sobrino. Estremecido, tembló. La
aguja pinchó su pulgar y luego se deslizó hacia el suelo, donde se perdió
velozmente entre hilachas y retazos, como una mojarrita que escapa del anzuelo.
La hebra en cambio, quedó sujeta a sus dedos, trabados, erizados, transpirados
y fríos. La mirada, antes concentrada,
se rindió a la ceguera empapada de sus lágrimas impiadosas que marcaron sobre
la tela, un nuevo camino, ya no imaginario. Las únicas mujeres de su vida seguirían
allí, no se irían nunca, lo sabía.
Nadie como Abundia para bordar; nadie como
Victorina para cortar el género. Las
hermanas Fernández eran únicas, juntas, como dedo y dedal, literalmente. Ambas
vestidas siempre de negro, viuda la primera, compañera de luto la segunda. Una,
rodete entrecano; otra castaño, poco y lacio, detrás de sus orejas. Ambas, la
misma colonia; ambas, distintos aromas. Ojos pequeños las dos; de una,
oscuros y brillantes; de otra, oscuros
solamente.
Desde siempre el niño no se parecía en nada al
marino perdido, estaba confeccionado a la medida perfecta, talle, alto, tono y
corte, de ellas dos. Hasta el sonido de su voz estaba acompasado como el de
ellas, al ritmo de la correa de cuero de la máquina de coser. Como esta última,
los pasos de Rodolfito iban y volvían en
el vaivén del mismo pedal.
El
pequeño pasaba las horas sentado en el piso de la salita de costura, entre
carreteles vacíos que convertía en cañones y soldaditos verdes que vestía con
los trajes que él mismo hacía. Abundia y Victorina supervisaban
orgullosas sus creaciones, aunque su madre era la única que sabía que el revés
de la vida de su hijo, que cosían tan perfecto, no estaba como le hubiese
gustado. El doblez de Rodolfito nunca se dejaba ver, pero a medida que aprendía
a surfilar los bordes de los paños mejor cortados, aparecían de vez en cuando
los hilitos colgando, cosa bastante desprolija. Las hermanas se miraban y, con
molestia, señalaban los errores al obediente aprendiz, que desarmaba
dobladillos y volvía a coserlos, de la manera que ellas lo hacían.
Hasta
que el día que cumplió veinte años, exactamente a las diez de la mañana sonó el
timbre de la oscura casona. La tía saltó de su silla y, alegre como siempre,
corrió a la puerta, abrió e hizo pasar a un muchacho que traía un paquete
cuadrado, envuelto en papel blanco con la insignia de la Confitería Lübek donde
diariamente Rodolfo compraba el pan de salvado, luego de la misa de las ocho. Era el postre “Imperial Ruso”, de crema y
merengue, que tanto le gustaba y recibía religiosamente todos sus onomásticos. Siempre
lo traía su tía. No ese día.
-¡Qué
suerte que pudieron prepararlo, joven! Era una lástima que por primera vez
Rodolfito no tuviera su torta de cumpleaños.
-Es
que no nos venían trayendo la crema de siempre y, para los que conocen bien
esta exquisitez, la diferencia en el gusto era mucha. Por suerte mamá consiguió un litro y pudo
prepararla. Se la dejo por acá?-dijo
inclinándose sobre la mesita del perchero espejo del zaguán.
-Sí,
sí, muchas gracias. Digame, ¿es lo de siempre?- preguntó mientras recogía y
abría la caramelera de porcelana y sacaba unos billetes bien dobladitos.
-
Lo de siempre señorita-y la solterona sonrió halagada.
Entregó
el dinero y mientras acompañaba al chico a la puerta, el mismo se dio vuelta y,
mirando hacia la pieza donde estaba Rodolfo supuestamente cosiendo, dijo: -ah!
Dígale a su sobrino que feliz cumpleaños. Acá le dejo una pavadita, cortesía de
la casa.
-pero
mirá vos la amabilidad! Va a estar muy contento. Gracias…
-Santiago-
ayudó a terminar la frase él.
Y
luego de dejar al lado de la torta una pequeñísima cajita azul, se fue sin más.
Victorina
cerró con llave y hechó el cerrojo de cadena, como siempre.
-¡Rodolfito
vení! Pero mirá qué amable esta gente, hasta un regalito te han mandado-dijo
mientras entraba al cuarto y daba al joven costurero el paquetito. – Voy a meter
el imperial en la heladera.
Abundia,
sentada a la máquina, habiendo detenido el pedal, había escuchado atenta la
conversación y observado a su hijo que, apenas escuchó la voz del tal Santiago,
empezó a cargar las bovinas de metal con hilo blanco. Se lo veía nervioso, como
asustado. Luego allí estaba, con el
regalito en las manos, mirándolo sin animarse a abrirlo.
-¿no
te vas a fijar qué es lo que te trajeron?-le preguntó con curiosidad
inquisitiva.
-Luego-contestó
él. Ahora voy a terminar con esto-y metiendo el regalo secreto en el bolsillo
del delantal, continuó con su labor.
Por
la noche, Abundia, entró silenciosamente al cuarto donde su hijo dormía y,
husmeando por conocidos rincones, encontró la cajita. Adentro, un anillo muy
fino, con una minúscula rodocrosita. Cerró la tapa y salió de la habitación con
una sonrisa de irónica satisfacción. Había visto y confirmado el escondido doblez
de su mejor prenda y lo descosería hasta que quedara como debía ser: igual el
derecho que el revés.
No hubo más misas.
No se comió más pan.
No solamente Abundia descosió, sino que rajó la tela con crueldad, dejando sólo hilachas desteñidas que, con el tiempo, se desintegraron en la soledad más profunda del amor enjaulado que gritaba querer morir, sin poder hacerlo.
No hubo más misas.
No se comió más pan.
No solamente Abundia descosió, sino que rajó la tela con crueldad, dejando sólo hilachas desteñidas que, con el tiempo, se desintegraron en la soledad más profunda del amor enjaulado que gritaba querer morir, sin poder hacerlo.
Ahora
las dos, no cosían su tela, pero no cortaron nunca sus hilos y, aún más que
antes, Rodolfo era una costura invisible, sin puntas donde descoser.
El bastidor todavía no caía de su falda. Se fueron yendo sus ojos, tan oscuros, se abrió un poco más su mano. La tela azul petróleo fue bordándose en un eterno hilo sangre que, como en una perfecta costura, nunca se cortó.