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martes, 5 de marzo de 2013

El necesario adiós.

Sheila Acosta Anzalone




El taxi se detiene detrás de las máquinas. Azucena Márquez desciende con dificultad y, luego de atravesar la vereda, cruza, sigilosa y emotiva, el extenso zaguán. Lo desconoce, aún suspendido en el tiempo, lo desconoce. No cambió ese piso de baldosas bordó cuyo entramado geométrico se esfuma hacia un ocre majestuoso. Siempre la obnubiló, durante la infancia, ese destello que unía los herrajes dorados y las manijas de bronce de la ancha puerta de entrada, con el ocre del piso en el que ella daba saltitos de niña feliz. Ahora no podría darlos. Apenas logra deslizarse con sus pies cansados luego de asirse, para recuperarse un poco, de las rejas ya herrumbradas de la cancela. Aquella que otrora fuera el deleite del barrio, la admiración de los vecinos y el regocijo de los moradores de la casa que hoy es un edificio en ruinas. Pero algo de esa soberbia del pasado ha permanecido incólume. Algo no está desvencijado a pesar del tiempo y sus embates.

Tomando del aire que deviene en aliento, el que le permiten inhalar sus ochenta y nueve años de biografía, Azucena Márquez regresa a casa. Regresa a sabiendas de que ésa, la visita que plasma luego de décadas, será, de seguro y definitivamente, la última. Se siente íntegra, la memoria la mantiene tan cabal como su tozudez. Pero el cuerpo, ése que le molesta porque no la deja manejarse como querría, cada día la desobedece más.

-¿Necesita ayuda, doña?-pregunta el taxista.

-No, mijo, esperá que en un rato vuelvo-responde, y agrega para sí, con vehemencia- dejame a solas con mis recuerdos.

Por fin está en la amplia sala, la misma en la que se erigía, imponente, el piano de cola que el padre le compró al cumplir los diez años. Ya no está, ni su niñez crecida ni su juventud perdida. Tampoco la madurez gozada con vitalidad. Pero están los recuerdos. Sin los recuerdos uno no es nada, piensa. Sube la vista hacia los techos altísimos, hoy deteriorados y despojados de la araña señorial que la tentaba a cerrar los ojos e imaginar diversos mundos hacia donde viajar. Recuerda lo pequeña que se sentía recostada en el regazo de su madre, mientras tejía mañanitas a croché y carpetas de macramé. Le habitaron la memoria, vívidos, esos bordados meticulosos en sábanas, manteles, delantales. Las artes que toda mujer que se preciara de honrada debía aprender, además de la elaboración y cocción de los más sabrosos platos que mantendrían en el hogar al hombre de la vida futura. La que tuvo, sí, con el que se llevara la muerte una década y media atrás. Recuerda que él, su esposo, el padre de los hijos, la visitaba antes y después de comprometerse, y se quedaban dialogando en el zaguán. Ése que hoy le cuesta reconocer, es el mismo en el que el único hombre que amó y con quien estuvo en la intimidad, aquel a quien entregó su virginidad en la noche de bodas, le robaba los primeros besos de la adolescencia en flor. Ahí, en ese zaguán inolvidable que escudriña desde la sala, se sintió mujer por primera vez. El cuarto de los padres y el suyo están juntos, unidos por el grueso muro. Se sostuvo con el bastón cuando se asomó a su habitación vacía, la misma en la que se despertó cada mañana hasta los dieciséis años, hasta el mismo día que se marchó casada con Felipe.

Parada, sobre el piso de madera apolillada de su habitación, Azucena recordó esa noche de febrero, cuando luego de la fiesta de carnaval a la que había asistido con su madre, dos tías y Mimí, su prima de idéntica edad, no pudo conciliar el sueño. Tenía catorce años esa vez en la que Felipe, que era un ilustre desconocido, le dijo al oído: “En dos años, cuando termine mis estudios, te vengo buscar y te casás conmigo”. Quedó aterrada por mucho tiempo, pero recordaba esa mirada inquisidora y protectora, a la vez, surgida de los ojos oscuros de Felipe que era tan hermoso a los veintidós años, y se tranquilizaba. Luego fue hasta la habitación de los padres, tantos recuerdos, tanto pasado imborrable revoloteando en la memoria. Recordó ese instante único antes de la boda; aquel en el que la madre, sentada en la cama que de niña le parecía inmensa, le daba consejos para esa primera noche de amor.

Una voz masculina frenó los recuerdos y cavilaciones de Azucena:

-Señora, apúrese, por favor, la gente ya no puede esperar más.

-Está bien, no se preocupe, ya puede comenzar con la demolición-dijo, y una sola lágrima rodó por su mejilla colmada de arrugas, en tanto se afirmaba en el bastón para salir a la calle.