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lunes, 15 de abril de 2013

Egipto medio erótico


Sheila Acosta Anzalone



Típota, me dijo la mujer de la agencia de viajes cuando con mi inglés desastroso y las manos en señal de ruego le expliqué que los setecientos dólares eran todo lo que tenía, mi only money para intentar cruzar a Egipto, pues yo era medio egiptóloga y no podía morir sin ver las pirámides. Típota, me insistió cuando tomó el teléfono y llamó a no sé quien para informar, seguramente, que había una loca que pedía quinientos dólares de rebaja, cosa nada común en Europa o cualquier sitio del mundo. Tanto me dijo típota con esos ojos saltones de cuyo contorno pendían unas bolsas prominentes, que supuse que en ese término descansaba alguna traducción cercana al don´t worry inglés, y por eso me quedé pensando que mi padre tenía razón siempre, tanto cuando me decía que éramos así de desquiciados porque veníamos de los griegos, como en esas ocasiones en las que  me aseguraba que las oportunidades pasaban una sola vez en la vida y seguro era ésta, la de estar tan cerca del Canal de Suez, la que me obligaba a rogarle a la griega de rostro batracio que me diera la posibilidad de ver la pirámide de Keops y volverme a Atenas a cagarme de hambre, claro, si para tal empresa estaba dispuesta a dejarlo todo. No importaba gastarlo para cumplir mi sueño, si en la Plaza Sindagma había unos frutales de adorno que parecían mandarinos, aunque luego supiera que eran  naranjos,  y los guardias que estaban allí, de adorno como las naranjas, se  movían igual que los blandengues que cuidan los restos mortales de Artigas o los granaderos que protegen los de San Martín: sólo para hacer el cambio de guardia; el resto del tiempo, aunque alguien se robara las naranjas, permanecían inmóviles. No se movían ni cuando les picaba el culo o tenían descompostura gastrointestinal, y eso, seguramente, no era para cualquiera. Pero la que sí se movió y volvió a decir típota cuando terminó la conversación telefónica, fue la dueña de las bolsas de ojos más llamativas de la península helénica. Ante mi rostro lacrimógeno en señal de ruego, ella tomó la revista de los destinos más deseados, me señaló la página seis, correspondiente a Egipto, y comenzó a tachar todo lo que no tendría en mi viaje de ultra rebaja típota.
Salí de la agencia de viajes con gesto de felicidad, y fui a buscar mi bolsito a la casa de un matrimonio argentino. Me había hospedado amablemente, y todavía no habían alcanzado a comprender, ambos, cómo había andado por tantos lugares sin entender una palabra de nada, ninguna que no fuera del castellano rioplatense que sabía hablar. Llegué a El Cairo de noche, había viajado con otras argentinas que hablaban un inglés perfecto; me causaron un poco de envidia, pero sólo por un instante, porque era medio soberbia y me gustaba jactarme de las cosas que podía hacer aunque se me presentaran muchos obstáculos y éste, el del idioma, vaya que era uno muy grande. Nos recibió Hazem, un musulmán  muy atractivo de unos treinta años, hablaba una mezcla idiomática incomible y discutimos un buen rato cuando me quiso cobrar la visa de veinte dólares, dinero que no tenía, siendo que había quedado en manos de la griega de las bolsas grandes. Hazem no entendía nada,  yo era medio maleducada, y no le di más importancia; al fin de cuentas, el del problema comunicacional era él, no yo. Por qué no hablaba un buen castellano, le reclamé, y él no sólo no me respondió sino que me preguntó cómo iba a hacer cuatro días en Cairo sin un puto dólar, ni una meretriz lira egipcia, ni una recatada y virgen divisa de otro lugar del mundo, que eran tan necesarias para sobrevivir. Entonces, como si fuese una pieza de gran valor, exhibí ante el guía más caprichoso de Egipto la página seis, enteramente tachada, de la revista que me habían entregado en la agencia de viajes. Hazem se rascó la cabeza, entendía que yo era medio terca, que no me iba a volver a Atenas así nomás, y por eso me preguntó por mi equipaje y le mostré que lo llevaba al hombro, que no era pesado, que era medio austera. Trasladaba tres bombachas, dos corpiños, dos remeras, una calza, el desodorante y el cepillo de dientes. Viajamos en una combi, mis compañeras de viaje se quedaron en un hotel muy lujoso, y yo en otro no tanto, o bastante menos,pegado a una mezquita hermosísima, por lo que el nivel del hotel me importó poco y nada, si lo que necesitaba era sólo dormir y ducharme.
Mi primer día en Egipto fue único, sería inolvidable, lloré al llegar a Ghiza. Divisé a lo lejos las pirámides y no pude creer que estaba allí. Había cargado agua en el hotel porque entendía que la leve temperatura en el desierto, apenas unos cincuenta grados, me provocaría sed. Cuando quise beber recordé que no había llevado el mate, porque el agua estaba a punto de ebullición, casi para preparar un té sin que expidiera la espuma blanca producto de no haber hervido. No importaba, estaba medio insolada, y totalmente deshidratada, pero contenta como perro con dos colas. El almuerzo estaba incluido en la excursión, por lo que  bebí un jugo refrescante antes de deshidratarme nuevamente en la fábrica de esencias, donde me aseguraban que mi nombre era procedente de la hebraica language y yo discutía que procedía de la arabic language. No nos pusimos de acuerdo, ya  le había explicado a Hazem que entendía la diferencia ahora que estaba en el mundo árabe, pero como era medio indiferente a esas cuestiones políticas y religiosas no me angustiaba por nada. El problema vino después, cuando Mervat, la otra guía nos llevó al Museo de El Cairo y notó que era medio egiptóloga, que conocía a Tutankamón bastante más que ella, que sabía detalles muy importantes de la ceremonia de la momificación y otras cosas que les vendrían bien a los turistas españoles y más a ellos, para mantenerme entretenida en algo, guiando turistas, sin el peligro de andar por las calles sin un peso ni un poco de inglés o árabe,  para comunicarme si no podía volver. Así me tuvieron tres días, trabajando con ellos como guía, de adorno como los guardias de la Plaza Sindagma me llevaban al aeropuerto a recibir judíos que llegaban desde Tel Aviv. Pude notar apenas el conflicto, porque cuando llegaban los contingentes de cualquier punto del mundo musulmán estaba todo muy tranquilo, pero cuando llegaban los moishes había un operativo impresionante, además de tener que soportar que me presentaran como el adorno con nombre procedente dela hebraica language.  Ahí, como no hablaba ni inglés ni árabe ni idish, les hacía a todos la sonrisa más hipócrita que me salía y me tomaba la cabeza, porque me duraba la insolación y no podía soportar los embates de la gastritis por culpa de esa comida ultra picante que Hazem me obligaba a comer. Llegó el último día y estaba en el Museo de El Cairo con unas españolas que estaban muy agradecidas con mis servicios de guía. Tengo esa costumbre de caer bien a la gente cuando cuento algo, y como soy medio charlatana aprovecho cuando me escuchan. Las españolas se fueron y yo me quedé en la planta alta del museo, cerca del sarcófago más valioso de la historia de Egipto, al menos, el único hallado sin que lo fundiera la rapiña de los cazadores de fortunas. Me estaba arrancando un padrastro del dedo mayor de la mano derecha, que me terminó sangrando, cuando me abordó él. Yo lo conocía, y por eso se ofendió, no estaba bien que lo tomara con esa naturalidad, pero yo era medio desubicada respecto de las convenciones más ceremoniosas. Como insistió con su asunto jerárquico le contesté que no se agrandara como galleta en el agua, que había sido un faraoncito del montón, que ni viento le hubiese echado a la historia si no se hubiera encontrado intacta su tumba, porque no la habían descubierto los chorros. Le profeticé que en el futuro sería así, y él perdería su prestigio para siempre: todo aquel que no fuera descubierto por los chorros tendría sus cinco minutos de fama o, al menos, su siglo de gloria. Como él, Tutankamón, que se venía con sus delirios ensoberbecidos, sin saber que en eso no me ganaba, porque aún sin un puto peso, ni una meretriz lira egipcia, ni una recatada divisa extranjera, yo era medio altanera, y no me iba a vencer en la pulseada. En un momento él me confesó que se sentía atraído por mí, que hacía unos cuantos milenios no veía una mujer y yo le expliqué, como pude, que era medio sensible, que lloraba con los teleteatros y por eso me negaba a andar con un hombre sin corazón. Él me pidió que no lo subestimara, y me aseguró que sí tenía corazón aunque no puesto. Que lo tenía guardado en uno de los vasos canopos junto al hígado, los riñones, y otras vísceras. Le pedí que no me hablara de esas cosas, que yo era medio impresionable, que cuando iba a la carnicería y me preguntaban si las milanesas las quería de bola de lomo, peceto, cuadrada o nalga,  respondía que de cualquiera, que cortaran rápido, que me había quedado traumada desde que mi madre me obligó a comerme la buseca con el mondongo y desde ahí soy medio fóbica a esos asuntos. Él no me entendió mucho, porque nunca hacía solo las compras, sus esclavos y sirvientes bebían esos malos tragos y pedían, a sus órdenes, los cortes de carnes necesarios y caminaban con paso presuroso los corredores interminables de los hipermercados. Las españolas me habían dejado muy cansada, porque me pedían explicaciones de todo, y, como soy medio engreída acerca de mis saberes, todo se los había enseñado con lujos de detalles demostrando que era una egiptóloga avezada.
Al fin Tutankamón me mostró el papiro. Me emocioné, pero, aunque yo sabía mucho de demótica, hierática y escritura jeroglífica, no podía interpretar sus ideogramas, menos traducirlos. Por eso, él me confesó que era una especie de declaración de amor y yo me quebré, porque era medio romántica. Por fin me animé y le expliqué que me gustaban los hombres maduros de hasta treinta y cinco años, como mucho y, en casos muy particulares, de hasta cuarenta. Que con hombres de miles de años no había salido nunca, y no sabía si podíamos congeniar. Él me respondió que entendía su avanzada edad, pero que en el fondo de su momia continuaba teniendo no más de catorce años. Me indigné, le dije que era medio liberada, que no me caían bien los hombres inmaduros a quienes seducían mujeres que pudieran simular ser sus madres. Él lloró, tenía un llanto milenario, sus lágrimas olían a limo, a Nilo, a té de flor del desierto. Yo lo abracé, pensé que no estaría mal entrar a su sarcófago, aunque fuera medio claustrofóbica, que nadie se enteraría, que estaba a miles de kilómetros de casa y la técnica de hematología no me vería y no me recordaría, como lo hizo la última vez que doné sangre, que no hay que andar haciéndolo por ahí, menos en el exterior, menos que menos en África, donde anda mucho el virus incurable.
No pude creer la conexión que tuvimos dentro del sarcófago. Me dejé poseer como nunca, tan lejos de casa. Tuve orgasmos milenarios, históricos, múltiples gemidos trepidantes. Politeístas. Adoradores del sol. Constructores de pirámides, hipogeos y tumbas infranqueables. De escrituras perennes. Me aturdió el sonido ensordecedor de la capital más bulliciosa del mundo y, cuando logré matar el mosquito, el que había entrado como todos los bichos que se escabullían por las ventanas de ese hotel de mala muerte de los suburbios de El Cairo, él se subía los pantalones. Estaba de espaldas, pude notar algo que no había percibido cuando mi interior excitado era gobernado por su falo africano: las nalgas de Hazem eran faraónicas, y yo seguía, medio aturdida, por culpa de la insolación.