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sábado, 6 de julio de 2013

EL SALUDO



 Sheila Acosta Anzalone




Todo había acaecido por un saludo. Todo. El otoño se avizoraba en todo su esplendor, y los árboles, los majestuosos árboles de follajes caducos, se hallaban casi desnudos a la espera del inclemente invierno. La comunicación o incomunicación entre ellos, un hombre y una mujer, había acontecido en los terrenos escarpados de la virtualidad, geografía imaginaria que habita las vidas de sus usuarios, reunidos en las populosas tertulias de las redes sociales.

Ella, Eugenia, recibió con naturalidad aquel saludo virtual, el “toque” y no le dio mayor importancia. Pero después, cuando incursionó, sorprendida, los mundos profundos de ese hombre, algo sucedió. Algo distinto que la conducía a un cambio. Él se veía en las fotos de otros tiempos como un héroe antiguo enarbolando banderas de luchas; de luchas por otro mundo, de la construcción arcillosa del hombre nuevo y, al verlo con su sonrisa eterna, Eugenia sintió algo que la subyugó.

Al sumergirse, hipnotizada, en sus fotos despiertas ella acudió, sin saberlo, al pasado estático que parecía un hoy. Un hoy en el que ese hombre al que percibía como un mártir antiguo a cuyo sepulcro oculto no era necesario peregrinar, pues estaba ahí, tan cerca aunque del otro lado del océano, y seduciendo su presente de soledad, se convertía en un sueño sin fin. Él, que había abrazado unas utopías que ella quería perseguir, habiéndolo arriesgado todo, le hacía un lugar en su vida, aunque sólo a través de una pantalla. Así se fundieron en una relación desprovista del cara a cara, la piel acariciada, y todo lo que podría acontecer en el mundo real, siendo que el virtual era un rincón más de aquel.

Ávida de ese hombre, los ojos de Eugenia se bebieron su antaño pasional y sus pies, expedicionarios de arenas y tiempos, corrieron, presurosos, a la zaga de su ser próximo, prójimo, él. Él que le arrancó felicidad y desconsuelo a través de tanto, y de tan poco. Él que la arrastraba en su mar implacable, y ella nadaba contra las corrientes siempre adversas de sus futuras indiferencias, los egos infranqueables y los insensibles agravios. Los agravios que jamás debieron atravesar ese amor único. Insondable.

El interior embriagado de Eugenia llegó a cantar, emotivo, los poemas olvidados por él en sus celdas. Aquellas que lo encerraron cuando no trepidaba ante sus inquisidores, ante los verdugos. Sus manos pretendieron atrapar unos días que no había palpado. Que su biografía tardía no pudo asir, al estar destinada a nacer dos décadas después que aquel hombre que poblaba sus noches de insomnio. Aquel hombre que le había respondido con las palabras, y también con sus silencios. Finalmente, decidida al naufragio, ella sucumbió; se entregó, definitivamente, a la resignación de los vencidos.

Por qué se negó a la realidad tan evidente. A la pertinacia de sus no, tan vehementes. Por qué continuó aferrándose al sueño que no durmió, los besos que ese hombre jamás le dio, las sábanas que no los hallaron juntos, gozando. No lo supo. Jamás lo comprendió, pero sí, que un saludo, un simple saludo puede ser el inicio de lo inolvidable y, también, el más crudo y definitivo adiós.