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viernes, 25 de mayo de 2012

La sonrisa de mamá




De Lilian Biscayart Melo

Cuando nací, tercer bebé, segundo sobreviviente, nadie reconoció ningún parecido conmigo. No era más que un bebé violáceo que no conseguía respirar, mi madre en grave estado era atendida por el médico que me dejó en manos de una tía soltera con el fin de darme chirlos, hasta que comenzara a berrear con fuerza y asegurar así mi respiración. ¡Pobre tía Lola pegar a un bebé recién nacido! lloraba ella más de lo que debía llorar yo.


Salimos airosas del trance mamá agotada, mi tía desmayada y yo berreando.

Las primeras visitas de la familia no me dejaron muy bien parada, la tía que sería con los años el ser más amado por mí, dijo: ¡Ñata pero que chica más fea! Nadie se acordó del abuelo o pariente con el me encontraran semejanza. Luego con los años, mi comportamiento tampoco dio lugar a comparaciones, salvo mi abuela materna que me acusaba de escaparme a la siesta y subirme a los árboles al igual que mamá.


A los 8 años una enfermedad me tuvo varios meses en cama. ¡Feliz idea de mamá!

Mandarme a Corrientes, Justo coincidían las vacaciones de julio y el regreso de uno de mis tíos, ¡me sentí muy importante! El barco, el ferry, mi sensación de sentirme en la sabana africana, ¡el tren toda una aventura!



Durante esa larga temporada que pasé lejos de mis padres, descubrí El Paraíso Perdido.

La casa no tenía un nombre era simplemente La casa de las Quincozes

Tan solo 8 años, la libertad, el mundo a descubrir, los jardines de mamá, los estanques, revolcarme en las montañas de aserrín en la olería. Volviendo con las alforzas de las enaguas pesadas de la roja madera,



Los árboles aún lucían las orquídeas de mamá. Jazmines y rosas en el jardín cerrado el carmen que perfumaba los dormitorios.



Todavía nadie reclamaba ningún parecido, siempre en estas ocasiones se recurría al “se parece a la familia del padre”.

Mis tías abuelas tampoco reclamaban nada, habían sido siempre las mas lindas, hijas de vascos esas mujeres de bella piel, muy altas rubias o morochas pero muy lindas, demasiado de avanzada, para la época y la zona, no se daban cuenta de que yo soñaba ya, me identificaba con ellas.



A finales de año, el regreso a Buenos Aires adiós a los platitos de crema oliendo a canela y azúcar que abuela alineaba sobre el rosado mármol de la alacena. En el primer estante los jarros de leche recién ordeñada tibia.

Tenía tantas virtudes saludables, pero ¡qué asco! Esa leche tibia espumosa que se transparentaba en el vidrio de los altos jarros, ¡qué tortura! Niñita de ciudad no entendía que la leche no la traía La Martona sino Francisca una negra graciosa en el menear de sus caderas, que arrollaba las mangas de su blusa hasta el codo cuando ordeñaba, cuan do lavaba en la pileta, la piel le brillaba como seda o eso creía yo, ¡parecía tan poderosa cuando golpeaba con la palmeta la ropa! Debía ser una de las pocas personas que respe taba, después de mi madrina Nélida, quien llegaba sacudiendo la fusta contra sus pantalones cuando volvía de la olería, la fábrica de ladrillos que quedaba a buena distancia de la casa, Nélida llamaba a su fusta, el comisario, vanos esfuerzos para darme miedo.



¡Cuánto los amé! Ambrosia, los peoncitos que se criaban sin madre a la buena de Dios y de la casa. No había Pombero ni remolinos que me detuvieran al mediodía, estropeando la siesta de la abuela. Lilú! Lilú ¡! ¡Por donde anda esa gurisita! ¡Por Dios igual a la madre!

Como un escuerzo colgaban mis patas flacas, descalza, en enagua desde la horqueta de algún árbol Lilú! Lilú. Gritaba mi abuela, mientras yo me reía en silencio



Con los años cada vez me sentí mas cercana, mi pertenencia a ese mundo de mujeres fuertes que componían, mi familia materna.



La idea de la tía que era oradora de barricada del PC me deslumbraba, que dejaban sus maridos, me deliraba, ningún hombre se atrevió a desafiarlas, ni siquiera mi padre que era muy dominante, a sus enojos mi madre o sus hermanas contestaban con una carca jada. Pasando del reto a la pura chanza.



Pienso en mis hijas ahora y las veo de la misma casta, seguras, independientes. Como el

Urunday decía mi abuelo.





Los años me fueron despidiendo de Corrientes, muchas veces intenté volver pero fui cobarde, tuve miedo que nada de eso fuera verdad, ni el estanque, ni el pombero, ni los paraísos enormes que cobijaban la siesta, nada podría ser mas cierto que mi memoria.



Ahora son mis hijas las que descubren las semejanzas, ¡que parecida a tu madre! No por halago sino por las manías, el té de las madrugadas, la robe de chambre y diría yo el pensamiento tan libre de mi madre.



¿Será cierto? ¿Tanto? Por suerte no tomo Nestum ni como pollo con manzanas casi todos los días, directamente salto las comidas o las cambio de tiempo, ¿será cierto? digo dudosa.



Hasta encontrar cotidiano e irrepetible, en mis noches de libros e insomnios, sobre la mesa de luz un vaso y… ¡La sonrisa de mamá!





En el soleado y frío otoño de Cruz Chica

Mayo 20 del 2l12