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viernes, 13 de septiembre de 2013

La carta que no pudo entregar.



  • Había amanecido un día gris. Muy gris. La bruma marina auguraba una jornada de encierro pero Jorgelina, de todos modos, salió. Debía hacer las compras de los ingredientes necesarios para los ñoquis, pues ese día gris era veintinueve.Y ese día del mes, como es bien sabido desde el culto a las  ceremonias gastronómicas, se debe saborear tan sustancioso plato.
     Jorgelina no había prestado mayor atención al contexto climático de otros veintinueve, aunque sí a los recuerdos de aquellos almuerzos familiares con el billete colorido debajo de cada plato. Vertiginosa había sido la devaluación de la moneda argentina durante su infancia, por lo que los billetes de la ceremonia de prosperidad habían sido colorados, violáceos, verdosos y marrones. Todo el grupo de su casa natal disfrutaba de la delicia casera de la madre, quien había estado un buen rato parada en la cocina, para pasar por la tablita de marcado a los confeccionados con papa y harina. Aquellos que luego quedarían embebidos dentro de la boloñesa en que navegaban las hojas del laurel. Al que le quedara una hoja en el plato, le tocaría el turno de lavar los platos, había indicado a la madre que bien merecido tenía un breve descanso.
    A nadie se le ocurría, por esas épocas, desobedecer un mandato materno. Menos, paterno. Eran tiempos en que estos rituales familiares se seguían al pie de la letra. Y la letra de la escuela también era obedecida sin chistar. A pocos se les hubiese ocurrido, décadas atrás, cuestionar a la maestra, contestarle, opinar acerca de su práctica. A menos osados, aún, se les hubiese ocurrido desobedecer al director, o no saber nada para una prueba.
    Jorgelina había sido una buena alumna, pero no una mejor compañera. Era egoísta y competitiva en sus épocas de escuela. Le gustaba jactarse de lo que otros no tenían, y dejar en evidencia a los que poco habían estudiado. Además, no prestaba los útiles, no convidaba a nadie con sus golosinas, y siempre quería destacarse entre los demás. Sus métodos le valían el desprecio de la mayoría de sus compañeros, pero a ella no le importaba. O, más exactamente, parecía no importarle el ser rechazada por los que eran sus iguales durante la jornada escolar. En definitiva y en el fondo, muy en el fondo de sus actitudes mezquinas, ella sabía que ser querida y valorada por sus compañeros era más importante que los muchos felicitados, excelentes y muy bien diez de sus cuadernos y libretas. Llegó el día, primer y soleado día del trabajo grupal. Jorgelina no sabía lo que significaba trabajar en equipo desde la horizontalidad y con un objetivo común. Su yoísmo exacerbado le impedía verse igual a los otros, sus compañeros, pasando del yo al nosotros. No sabía de esas cosas porque se jactaba, se regocijaba luciéndose sola y no entendía cómo se podía disfrutar de la posibilidad destacarse junto a otros. Otros que fueran sus iguales. Y fue el sorteo de la maestra el que decidió con quiénes se reuniría. Con pereza y habitada por la soberbia, fue a reunirse a lo de un compañero. Trabajaron mucho, y ella trató de dejar en claro su papel desatacado en el grupo. Sería la primera en decir, de memoria, su texto que, además, sería el más extenso. Continuarían los otros y ella cerraría la lección con unas menciones que destacaran su lugar en el grupo de estudio.A pesar del esfuerzo se hizo muy tarde y no lograron terminar con las láminas ese día, por lo que acordaron reunirse otra vez, pero en la casa de Jorgelina. Era un veintinueve gris y brumoso, cuando los compañeros de Jorgelina llegaron aún quedaba en el ambiente el aroma inconfundible del tuco de los ñoquis. Marcela, una de las compañeras, valoró con su memoria olfativa ese detalle, y contó que su madre, fallecida un año atrás, hacía una comida que tenía ese olor. Que seguramente habían almorzado ñoquis, agregó. Tobías, el compañero que había sido anfitrión antes, tomó de la mano a Marcela en señal fraterna y otra de las chicas la abrazó. Jorgelina no se dio cuenta de nada porque estaba muy ocupada en jactarse de su posición económica. Su casa era mejor que la de Tobías y las de Mariana y Rosa. Era más grande, más vistosa, estaba mejor ubicada según las imposiciones de la urbanidad.
    Marcela vivía en un conventillo a cargo de unos tíos viejos. Nadie iría hacia allí a reunirse para un trabajo grupal porque quedaba en un barrio de las afueras.
     Marcela se entretuvo, mientras Tobías desplegaba las láminas sobre la mesa, observando unos adornos de cristal de la madre de Jorgelina. La anfitriona, quien si tenía madre que ese día había cocinado unos deliciosos ñoquis, le dijo:
     -Que no se te ocurra robarte nada, ¿eh?Tobías la miró sorprendido, las otras chicas también. Y Marcela, tomando avergonzada su carteritaa escolar de cuero, salió de la casa llorando mientras Tobías corría y desde el cuarto del hermano mayor de Jorgelina se escuchaba Abba en su versión castellana de Chiquitita. Marcela corría y en la casa de la mezquina que no prestaba los útiles ni convidaba golosinas quedó flotado la frase “Chiquita no hay que llorar, que las penas vienen y van y desaparecen…”.
    El día de la lección Marcela no fue, tampoco los días siguientes por lo que la maestra no reprogramó más el lugar del grupo y Tobías dio la parte de la que se fue llorando, herida por una ofensa.
     La bruma lo invadía todo y el auto de Jorgelina tuvo un desperfecto. Dado el ruido y el aumento intempestivo de la temperatura, supuso había sido el corte de la correa del alternador. No andaba nadie por la costanera con ese tiempo por lo que, resignada, salió caminando a pedir auxilio. Pocos metros había transitado cuando un auto se detuvo junto a ella. La conductora le habló, era Marcela. Tantos años habían pasado y se la podía reconocer por la sonrisa franca que revelaba algo de tristeza y mucho de sinceridad. Llevó a Jorgelina hasta un taller y luego a su casa, cuando el auto quedó en manos del mecánico. Ya se despedían y Jorgelina se animó:
     -Marcela, te escribí una carta el mismo día en que te ofendí-le tembló la voz y agregó-sé que hice algo horrible, imperdonable. Escribí una carta pidiéndote disculpas, pero no me animé a dártela. La guardé durante muchos años.-¿La tiraste?-preguntó su interlocutora, emocionada. -No. La guardé en una caja junto a los adornos de cristal de mamá, ¿te acordás?
     -De tu mamá me acuerdo, cómo no, era una gran mujer. De lo otro no, ya pasó, Jorgelina. Fueron cosas de la infancia. No te preocupes, ya lo había olvidado.
    Se abrazaron, fue un largo y apretado abrazo el que las halló reunidas en un día tan gris como el de antaño y, cuando Marcela se subía a su coche, Jorgelina le dijo:
     -Esperá, con lo del auto voy a cambiar el menú y pasar lo planificado para esta noche ¿Por qué no venís a cenar? Voy a cocinar unos ñoquis como los que hacían nuestras madres.-Ni loca me perdería esos ñoquis, compañerita- respondió, mientras los hoyuelos de su sonrisa franca de tres décadas atrás le mostraban, a la que había sido cruel, que había una oportunidad para reivindicarse.

    Sheila Acosta Anzalone.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

PALABRAS AL VIENTO

Sheila Anahí


Te escribo, a pesar de nuestra ruptura irreversible, te escribo. A pesar de la decisión, elucubrada decisión de no enviarte mis cartas, te escribo. Si alguna vez te las hubiese enviado, quizás, regresarías a mí como aquel personaje de Crónica de una muerte anunciada, que volvía al encuentro de la que lo amaba como si no volviera. Como si las décadas hubieran sido segundos. Llegaba viejo, cansado y derrotado pero con las cartas sin leer, los sobres sin abrir. Antes de pasar por eso, por la insondable tristeza de condenar mis palabras a la indiferencia y el olvido, prefiero escribirte para mí, decirte que no importa, ya, lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos. Lo que realmente importa, y esta es la mayor verdad que abrazo por estos días, mi mayor certeza, es lo que provocó en mí la necesidad de escribir para vos como si fuera para nadie. Esa necesidad me condujo a crear sin límites, me pemitió inventar un mundo nuevo en el que cualquiera puede habitar si se propone dar infinitas interpretaciones a lo que no nació para ser interpretado. No sólo puede habitar mi mundo aquel a quien escribí mil cartas monotemáticas, cartas sin sentido que se esmeraban en decir lo que, en cualquier idioma, ocuparía unas pocas palabras: aún no te he olvidado.

martes, 10 de septiembre de 2013

UN AMOR DE OFICINA

 De Emi Tudi



            
 Le escribo sabiendo que nunca enviare esta carta…por obvios motivos, usted no sabe que existo y yo no sé su dirección…
Le escribo estas líneas sabiendo que nunca las va a leer, pero no me importa, porque quiero que sepa que cada mañana me enfundo en mis mejores galas solo para colgarme por la ventana a verlo, con la vana esperanza que mientras habla por teléfono levante su vista y de pronto me vea.
Cada medio día, me almuerzo la angustia de que no ha mirado ni siquiera un segundo hacia mi ventana, y al caer la tarde bajo la persiana con el anhelo  de que quizá lo hará mañana.
 Quisiera que sepa que no soy de esas locas que se obsesionan con un desconocido, pero desde que usted se ha mudado a ese edificio que linda con el mío, mis días han cobrado vida, me despierto cada mañana con una sonrisa pensando en usted, y casi me he olvidado de cuan miserable eran mis jornadas en este trabajo que odio.
Solo agradecerle, que ha devuelto a mi cotidiana rutina la ilusión y que desde su llegada ha vuelto a entrar el sol en este cubículo frio en el cual trabajo 8 largas horas de mi hastiosa vida.
PD: Por si acaso algún día esta epístola llega a sus manos, y si solo por casualidad usted decide levantar la vista de puro curioso, mi ventana es la del séptimo piso, tercer cuadradito (al medio), tiene un macetero con una plantita que solía estar seca, pero que esta brotando otra vez desde que la riego a diario. Saludos cordiales, Maria…

lunes, 9 de septiembre de 2013

La carta que no envió

 De Sheila Acosta Anzalone

 Era un septiembre ventoso pero cálido, y Silvia organizó la ropa del placard. Ahí estaba ese pantalón biege amantecado que le cerraba, con suerte, y luego de unas destrezas gimnnásticas: acostada sobre la cama a los fines de subir el cierre.
-Lo uso igual- se dijo, y sacó unas botitas color camel que combinaban perfecto.
Vestida mejor que otros días, salió para su trabajo en la escuela. Varias compañeras ponderaron el pantalón y las botas y ella se regicijó valorando el esfuerzo del cierre contra el rollo. Pero algo no planificado e irregular, justo en contra de ella, que era tan regular, sucedió. Estaba escribiendo sobre el pizarrón unas consignas, mientras los alumnos terminaban una guía, cuando sintió que la elección del pantalón, dado el color, no había sido la acertada. Sabía que se había manchado, lo sabía y esperó hasta que culminara el recreo para pasar desapercibida. No quería ir para el baño, que quedaba cerca de la sala de los docentes. Cuando logró llegar supo que la situación era más trágica de lo que suponía. Recordó esa primera vez de la que sabía vendría una vez al mes, según los anticipos maternos. La madre no le había anticipado que justo en el cine le iba a pasar lo que le pasó, manchándose la babucha rosada casi hasta llegar a las skipy fucsia, aquellas sandalias de plástico con tiritas cruzadas como las franciscanas. Había sido el estreno de Elliot, mi amigo el dragón, que andaba socorriendo a los chicos en problemas, y ella, justo ella necesitaba por esos momentos que la socorriera algún bicho volador, pero se tuvo que conformar con atarse, en la cintura, el pullovercito de bremer bordó.
Y ahí estaba Silvia, tres décadas después del recordado papelón, tratando de salvar ese nuevo. En la sala había una sola docente que pudiera ayudarla. Se había quedado después del recreo, con permiso de la directora, porque estaba totalmente afónica, y en los inicios de su carrera no podía pedir licencias. Llevando su cuaderno Arte para el baño, y con una comunicación en la que ella como emisora hablaba y su receptora, al intercambiar el rol, contestaba con gestos, Silvia inició su pedido de socorro. Escribió una esquela dirigida a una preceptora y se la dio. La notita, decía.
-Sonia, vení hasta el baño. Es urgente.
Minutos después la afónica devenida en paloma manesajera regresó con una notita que decía:
-¿Qué pasa?
Silvia volvió a escribir, encerrada en el baño.
-Me manché toda, busquen a Laura, que vive a dos cuadras y es más o menos como yo, para que me mande un calzón y un pantalón.
La paloma mensajera volaba con las esquelas de un lado a otro:
-Y sabiendo que te venía te pusiste un pantalón clarito, si serás boluda, nena. Laura no me atiende. Decime de otra.
-Ana Zuñiga, podría hacer-escribió en otro trozo de hoja sobre el cuaderno Arte apoyado sobre el lavatorio del baño.
La paloma mensajera, la profe muda en forma momentánea, iba con la nota y volvía con la respuesta.
-¿Le digo que te mande culquier cosa?
-Cualquier cosa, no-contestaba, enojada, Silvia-si me manda una calza de goma como la que usó Olivia Newton Jones bailando funky con Travolta, seguro no me va a entrar. O sea: ¡que me mande algo que me entre! De Fiebre de sábado por la noche, no.
Cuando leyeron esa respuesta, las que leían las notas de la atacada por la tragedia mensual, comenzaron a debatir y la interlocutora de Silvia, en la cadena de mensajes en papelitos, escribió.
-Che, acá dicen que la de Fiebre de sábado por la noche no era Olivia, que era una morochita de pelo corto. Acordate, che, la vimos en el super ocho de Rosita Bandeira.
Cuando Silvia leyó esa última respuesta se terminó de enfurecer. Sin sacar la hoja del cuaderno Arte, escribió una misiva insultante, amenazante, plagada de palabrotas y vituperios. Entre las madres, hermanas y abuelas meretrices de las que debatían sobre las películas de Travolta, había sugerencias de relaciones zoofílicas con los burros y otras obscenidades más. Ya estaba por abrir la puerta del baño, nuevamente, para darle la misiva a la paloma mensajera de ese día, cuando reaccionó, rompió la hoja en varios pedazos y la tiró al inodoro. Luego, tratando de serenarse, escribió:
-Cómo las quiero, chicas, pídanme, por favor, un remís, y me madan avisar con la muda cuándo llega. Gracias por todo.
Después de entregar la última nota, se ató el saquito marrón, en la cintura, como otrora lo hiciera con el pullover de bremer mientras entendía que ni Elliot, la salvaría y esperó que, por lo menos, el remisero no se pareciera a Travolta