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lunes, 9 de septiembre de 2013

La carta que no envió

 De Sheila Acosta Anzalone

 Era un septiembre ventoso pero cálido, y Silvia organizó la ropa del placard. Ahí estaba ese pantalón biege amantecado que le cerraba, con suerte, y luego de unas destrezas gimnnásticas: acostada sobre la cama a los fines de subir el cierre.
-Lo uso igual- se dijo, y sacó unas botitas color camel que combinaban perfecto.
Vestida mejor que otros días, salió para su trabajo en la escuela. Varias compañeras ponderaron el pantalón y las botas y ella se regicijó valorando el esfuerzo del cierre contra el rollo. Pero algo no planificado e irregular, justo en contra de ella, que era tan regular, sucedió. Estaba escribiendo sobre el pizarrón unas consignas, mientras los alumnos terminaban una guía, cuando sintió que la elección del pantalón, dado el color, no había sido la acertada. Sabía que se había manchado, lo sabía y esperó hasta que culminara el recreo para pasar desapercibida. No quería ir para el baño, que quedaba cerca de la sala de los docentes. Cuando logró llegar supo que la situación era más trágica de lo que suponía. Recordó esa primera vez de la que sabía vendría una vez al mes, según los anticipos maternos. La madre no le había anticipado que justo en el cine le iba a pasar lo que le pasó, manchándose la babucha rosada casi hasta llegar a las skipy fucsia, aquellas sandalias de plástico con tiritas cruzadas como las franciscanas. Había sido el estreno de Elliot, mi amigo el dragón, que andaba socorriendo a los chicos en problemas, y ella, justo ella necesitaba por esos momentos que la socorriera algún bicho volador, pero se tuvo que conformar con atarse, en la cintura, el pullovercito de bremer bordó.
Y ahí estaba Silvia, tres décadas después del recordado papelón, tratando de salvar ese nuevo. En la sala había una sola docente que pudiera ayudarla. Se había quedado después del recreo, con permiso de la directora, porque estaba totalmente afónica, y en los inicios de su carrera no podía pedir licencias. Llevando su cuaderno Arte para el baño, y con una comunicación en la que ella como emisora hablaba y su receptora, al intercambiar el rol, contestaba con gestos, Silvia inició su pedido de socorro. Escribió una esquela dirigida a una preceptora y se la dio. La notita, decía.
-Sonia, vení hasta el baño. Es urgente.
Minutos después la afónica devenida en paloma manesajera regresó con una notita que decía:
-¿Qué pasa?
Silvia volvió a escribir, encerrada en el baño.
-Me manché toda, busquen a Laura, que vive a dos cuadras y es más o menos como yo, para que me mande un calzón y un pantalón.
La paloma mensajera volaba con las esquelas de un lado a otro:
-Y sabiendo que te venía te pusiste un pantalón clarito, si serás boluda, nena. Laura no me atiende. Decime de otra.
-Ana Zuñiga, podría hacer-escribió en otro trozo de hoja sobre el cuaderno Arte apoyado sobre el lavatorio del baño.
La paloma mensajera, la profe muda en forma momentánea, iba con la nota y volvía con la respuesta.
-¿Le digo que te mande culquier cosa?
-Cualquier cosa, no-contestaba, enojada, Silvia-si me manda una calza de goma como la que usó Olivia Newton Jones bailando funky con Travolta, seguro no me va a entrar. O sea: ¡que me mande algo que me entre! De Fiebre de sábado por la noche, no.
Cuando leyeron esa respuesta, las que leían las notas de la atacada por la tragedia mensual, comenzaron a debatir y la interlocutora de Silvia, en la cadena de mensajes en papelitos, escribió.
-Che, acá dicen que la de Fiebre de sábado por la noche no era Olivia, que era una morochita de pelo corto. Acordate, che, la vimos en el super ocho de Rosita Bandeira.
Cuando Silvia leyó esa última respuesta se terminó de enfurecer. Sin sacar la hoja del cuaderno Arte, escribió una misiva insultante, amenazante, plagada de palabrotas y vituperios. Entre las madres, hermanas y abuelas meretrices de las que debatían sobre las películas de Travolta, había sugerencias de relaciones zoofílicas con los burros y otras obscenidades más. Ya estaba por abrir la puerta del baño, nuevamente, para darle la misiva a la paloma mensajera de ese día, cuando reaccionó, rompió la hoja en varios pedazos y la tiró al inodoro. Luego, tratando de serenarse, escribió:
-Cómo las quiero, chicas, pídanme, por favor, un remís, y me madan avisar con la muda cuándo llega. Gracias por todo.
Después de entregar la última nota, se ató el saquito marrón, en la cintura, como otrora lo hiciera con el pullover de bremer mientras entendía que ni Elliot, la salvaría y esperó que, por lo menos, el remisero no se pareciera a Travolta

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