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lunes, 22 de abril de 2013

DIA DE OJERAS



De Sheila Acosta Anzalone

Era la cuarta noche de insomnio, y mis ojeras habían adoptado un color entre azulado y verdoso que no cubría el mejor maquillaje. Cosa incómoda la del insomnio, si las hay. Una comienza a dar vueltas por la casa, se prepara un té de lechuga que le enseñó a hacer la madre, la abuela, la tía o alguna parienta sanguínea o política; uno ya fabricado con melisa, cedrón, tilo y manzanilla; una chocolatada caliente con un poco de canela; una barra de chocolate y, como el insomnio además de angustia produce ansiedad, también se arma un sándwich con bondiola, queso, por qué no un poco de panceta y se va a la cama con el estómago colmado de líquidos curativos y otros no tanto, más la digestiva ingesta de los fiambres más inocuos. Ahí, en posición horizontal sobre el mueble más noble del cuarto se entera que acumuló idas al baño, eructos y flatulencias, pero continúa sin poder pegar un ojo.
Preocupada por la cuarta noche de insomnio, que me auguraría otro día laboral en el que me quedaría dormida frente al público, cuestión que es una de las pesadillas más encumbrados porque en cualquier posición me brotan unos ronquidos sonoros aunque vaya parada en el pasillo del subte, salí de la cama y encendí la computadora. Leí los cartelitos somníferos del amor exacerbado que no morirá jamás, los estimulantes del “yo puedo y soy mejor que mis enemigos, a quienes veré pasar por la puerta de casa en estado de cadáver y dentro de su cajón lustrado”, los de los niños perdidos que nunca se sabe si es verdad o mentira y, como quien no quiere la cosa, me entero que una amiga está deprimida porque el marido le metió los cuernos, la otra anda haciendo una promoción para ganarse una torta para el día de la madre, otra copió y pegó setecientas indirectas para el ex y las demás ya duermen, las muy yeguas ya duermen, y yo sin pegar un ojo.
Intenté leer un libro y comencé a quedarme dormida. Acomodé la almohada y, cuando ya sentí, percibí el hallarme en trance onírico, se me clavó el alambre. Introduje mi índice derecho sobre los brackets y no lo pude creer: se me había desprendido una goma y el alambre estaba libre como los chorros que entran, y al rato salen de la comisaría. Es mucho para mí, en mi cuarta noche de insomnio, y justo cuando estaba logrando dormir.
El alambre me estaba provocando una llaga y me fui hasta el perchero del living, incursión para la cual debí bajar la escalera, porque quería alcanzar mi cartera. Ahí tenía, eso recordaba, la cajita verde con la cera de ortodoncia. Subí con la cartera porque no me había puesto las pantuflas y el piso estaba helado. Sabía que andar descalza luego de la chocolatada y la bondiola era una receta ideal para la constipación, pero yo andaba con insomnio, mas no constipada. Hurgué dentro de la cartera y no pude hallar la cajita; dados mis intentos infructuosos volqué la que me acompaña a todos lados y compré en una oferta de Prüne, con intención de vaciarla y así poder revisar, entre las pocas cosas que guardaba en su interior. De ese modo, con experticia de cirujano a punto de operar, busqué la cajita verde entre dos facturas vencidas del gas, una paga de la luz, una por vencerse del cable, un sobrecito de té de frutos rojos, dos de limón, tres toallitas nocturnas (por las dudas), dos carefree, el blíster de Ibuevanol (por las dudas), el cepillo de dientes que llevo al trabajo, el desodorante que llevo al trabajo, la manzanita del Nina casi vacía, una agenda que no uso, el papelito en el que anoté el nuevo teléfono de la odontóloga, el papelito con el turno de la ginecóloga, dos sobrecitos de edulcorante de Martínez, dos biromes, una máscara de pestañas seca, una nueva de Maybelline, el espejito, una pincita de depilar que no saca una mierda, una pincita de depilar de las buenas, el carné de conducir, dos lápices labiales, el carné de la obra social, el carné del club, el carné vencido de la rebaja del micro, el folleto del teatro, el folleto de la audición, el panfleto de no sé qué partido que guardé porque el flaco que me lo dio estaba más bueno que el pan, la pantalla solar, un elástico para alargarme el contorno del corpiño, un hilo negro con la aguja clavada (por las dudas), tres caramelos de miel (por las dudas), una tira de chiclets porque me gustan y me los masco igual aunque se me enreden en los brackets, un esmalte, la crema de manos, la crema humectante, dos bandas elásticas, dos clips, tres chinches, una cinta hipoalergénica, una cinta adhesiva, una sombra de ojos color marrón, cuatro curitas, unas carilinas, una caja de Vauquita vacía, una Tita vencida.
Amanecía y, las ceras de ortodoncia con vitamina E más aloe vera que alivian las irritaciones causadas por los aparatos de ortodoncia, no estaban. Pero qué hice con las ceras, no están, me dije mientras me iba para el baño no por la indigestión que me provoqué para sortear el insomnio, sino porque era hora de ducharme para irme al trabajo como días atrás: con las ojeras hasta el piso.

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