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viernes, 30 de diciembre de 2011

En alguna parte son las 6 de la tarde




 Por Indi López Castagna


Bueno, en esa época hacía mucho que a mi vida no le pasaba nada;  ni grande ni chico, ni lindo ni feo, una inercia, estable, contaste; horrible.
Suena el despertador (suceden cosas) abro los ojos; medio exaltado, una vez más iba a llegar tarde, ni bien termino de vestirme, más o menos presentable, corro a la cocina y la veo. Por un momento no hubo pensamientos; de ningún tipo; me pareció tan extraña su presencia que solo atiné a sentarme en silencio y tomar el café frío que me había estado esperando. No pronunció palabra.

El tiempo que estuvo viviendo conmigo (porque, aclaro, no vivimos juntos, ella vivió conmigo) fue surrealista, no fui, no pude ir más a trabajar desde esa mañana del café.
De mi trabajo llamaban, yo no atendía, no los atendía, a ellos ni a nadie; no sé por qué tenía teléfono, poco a poco los llamaros cesaron hasta extinguirse por completo.
Estaban todas sus cosas junto a las mías, encajaban perfectamente, como si ese lugar en el piso hubiera estado destinado siempre para sus pies al levantarse, o si este aire hubiera estado anhelando siempre ser ahumado por su cigarro.

No podría determinar en qué momento trasladó todo hasta aquí, trajo un tocadiscos, su tocadiscos, siempre quise un tocadiscos, trajo también (sólo por mencionar algunas) un juego de copas, biseladas, antiguas, hermosas, parecía que hubiera sacado esos objetos de mi imaginación y los hubiera materializado; ella también compartía la atracción (por no decir obsesión) por los relojes, de todo tipo; era una imagen verdaderamente poética verlos a todos en toda la casa, los de arena, de cuerda; de pila, los colgantes, de sol, los suyos los míos.
No quiero que se interprete que nuestra vida era perfecta, o que vivíamos en un idilio, ni mucho menos que éramos el uno para el otro (nunca le encontré sentido a esa teoría).
Había momentos oscuros.
Momentos en los que yo tal vez estaba pensando algo, masticando una idea, un concepto, desde hacía horas; y cuando por fin llegaba a una teoría, a una conclusión si se quiere, ella pronunciaba una frase, dos, tres renglones, terroríficamente pertinentes y tiraba abajo todo mi humilde concepto; me miraba a los ojos, no hacía ninguna mueca, con sus ojos bastaba; perversa satisfacción la que se leía en sus pupilas, por dejarme en evidencia, sentirse poderosa, demostrar una vez más lo corto de mi entendimiento, y lo vulnerable que me volvía ante ella.
El problema en verdad aparece cuando intento estimar el tiempo que vivió conmigo, no podría decir si fueron diez días o diez meses, a pesar de nuestra obsesión por el tiempo, ninguno lo sabía. Dicen que los días tienen veinticuatro horas, cada hora sesenta minutos, cada minuto sesenta segundos; pero puedo más que asegurar que como había días que duraban un suspiro, efímeros, casi inadvertidos, otros, en cambio, eran de una densidad insoportable, pesados, atascados, las horas se estiraban como un chicle en el desierto; sobre todo a las seis de la tarde - qué hora más repulsiva- era la peor, lo peor, mi mente se hundía en pozos insoslayables; yo no lo veía, pero sentía el barro.
La mañana se había ido, me despertó el timbre (los días habían perdido todo tipo de estructura); ella no estaba en casa. Sin poder eludirme, abrí la puerta.
Era mi hermano, (seis años mayor, felizmente casado, dos hijos, profesional, necesita renglones para escribir, las visitas familiares las designa para los domingos, hoy debe ser domingo, deduje).
Había venido solo, se llamaba                ; claramente tenía un nombre, no puedo recordarlo. Tal vez deba preocuparme. No.
Bueno ofrecí café (como de costumbre), lo terminó haciendo él, (como de costumbre), me preguntó cómo estaba, (como de costumbre); le contesto que muy bien (como de costumbre), me interrogó acerca de mi “aislamiento” y de por qué motivo no visitaba a mis padres, que estaban grandes, y que bla bla bla bla bla. Entonces pasaba algo que me divertía muchísimo, veía cómo su boca se movía  con vehemencia, su rostro adoptaba diferentes expresiones, gesticulaba, sus manos acompañaban el espíritu del discurso. Mi hermano ha formulado una pregunta, lo sé porque se ha callado (esperando que conteste) sus ojos adoptaron una actitud interrogante, inquisidora (esperando que yo conteste).
Mi boca empieza a emitir sonidos de repente, la escucho con atención, le decía a mi hermano algo como:
“-Sí, todo va bien, estoy mejor. Me dijo que tengo que ir menos seguido, estoy más tranquilo, salgo a andar en bici o hacer deporte más o menos regularmente, eso reduce mi ansiedad.” Claramente, el cien por ciento de esa respuesta, era una decorosa mentira.
Hubo silencio (al parecer mi mentira fue satisfactoria); miré mi taza de café, no lo había tocado, estaba frío, no me sorprendía, más allá de la temperatura; tenía un sabor extraño, no podría definirlo, tal vez no era el café en sí, sino el sabor a lo incómodo de la situación; un sabor mecanizado, químico, artificial, me recordaba algo, lo tomé igual, mientras tanto pensaba en qué bueno era el hecho de que mi hermano no haya hecho mención alguna acerca de la presencia de los objetos de ella, estaban por todas partes, el tocadiscos,  la ropa, la lámpara, todo.
Intenté despacharlo rápidamente, quería evitar la situación de presentarlos, tensión en el aire, él deduciendo que ella me llevaría irremediablemente a la decadencia y bla bla bla, no quería. No.
Se fue rápido. No fue difícil.
Me sentí aliviado por haber sorteado con éxito la situación, a la vez me sentía aplomado, extraño, me fui a dormir, sin siquiera esperarla.
Me desperté, desde la ventana se filtraba una luz diáfana, me encantaba ese momento. Dejé de lado la luz y caí en cuenta de que no sabía cuánto tiempo había dormido, qué fecha era; qué fecha había sido la visita de mi hermano; me desperté vacío, vacío de caos mental y de pensamientos en general, era una catástrofe, llegué a la sala, la angustia subió desde mi estómago se alojó en mi garganta e imprimió un sabor amargo en mi boca.
El tocadiscos no estaba; nada estaba. Intenté calmarme y pensar; hasta la atmósfera había cambiado, tenía un gusto tan real, no se percibía su perfume, corrí a la habitación y lo peor; había desaparecido su aroma en las sábanas, en la almohada, ni siquiera tenían olor a jabón de lavar ropa, tenían olor a nada, como si nunca hubiera pasado por ahí su persona.
Me estremecí.
Hizo frío de repente.
Recordé (esto fue como el útlimo recurso de mi mente) que yo tenía un cuaderno donde siempre escribía y pegaba cosas que me parecían interesante, un día me propuso escribir un cadáver exquisito, ella escribía tres líneas, cubría con otro papel las primeras dos, dejando ver la última, luego yo escribía tres líneas, ocultaba dos, dejaba ver una, y así hasta que quisiéramos que terminase.
Revolví el cuaderno con violencia, lo encontré, una sensación desagradable se apoderó de mí, parecían las seis de la tarde (yo no lo sabía, pero de hecho lo eran) la hoja; tres renglones escritos, (espacio en blanco) tres renglones escritos.
Espacio en blanco.
Estaba perturbado, no podía pensar, me acurruqué en la cama destendida.
Más allá de todo lo incomprensible, la extrañaba; nunca experimenté una conexión así con nadie, era como una extensión mía, sabía exactamente lo que estaba pensando.
Tenía total control sobre mí, ambos lo sabíamos, ella me controlaba de una forma deliberada, sutil, efectiva. No me importaba, mientras se llevase mi soledad, la moliera en un mortero y la enterrara en el patio al lado del limonero todo iba a andar bien.
Sonó el teléfono, corrí hacia él, tal vez la voz del otro lado pudiese brindarme algún tipo de información.
Una voz impersonal, monocorde, pronunció: “-Hola, sí, hablo con el Sr.            (dijo mi apellido, no puedo recordarlo, debería volver a preocuparme) llamaba para avisarle que el turno al cual se ausentó ayer deberá ser abonado de igual forma al no haberse contactado con la doctora para cancelarlo previamente.”
Le dije que no había mayor problema, me contestó entonces que la doctora me esperaba la semana entrante a la hora de siempre.
Había una “hora de siempre”, esto sólo me intrigó más, colgué el teléfono.
Hice un esfuerzo sobrehumano para recordar el número de mi hermano, fue en vano, busqué una tarjeta suya que tenía en la billetera. “Licenciado                    especialista en                  tel (númerosnúmerosnúmeros).
Ya estaba llamando, como era de esperar lo sorprendió mi llamada, bla bla bla, me preguntó cómo me sentía hoy, el tono me llamó la atención, tenía un matiz especial, bien bien respondí, por qué preguntas (sonó un poco agresivo de mi parte confieso). Pensé que ya te habías dado cuenta…dijo. Me precipité, comenzaba a exaltarme, la ansiedad crecía, él mantuvo silencio.
-¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué no preguntaste por las cosas que había y que bien sabías no eran mías?
-¿Qué cosas? ¿Qué cosas de quién ignoré? Te juro que no te entiendo. Dijo él.
-Estaba viviendo con alguien (respiré hondo), y sus cosas estaban a la vista, desde los muebles hasta su ropa.
Nuevamente ese silencio anudado, esos silencios que son producto de no saber qué decir; en él se mezclaba la tristeza y la lástima de comprender exactamente qué me había sucedido, no sé cuánto duró, pero no soporte más y corté la conversación.
De ella ni rastros, nunca había hablado de su pasado, ni tenía un teléfono a dónde llamar. Todo encajaba espantosamente. Me sentí confundido. Era como un espectro, un fantasma, un espejismo. Un espejismo. Mi imaginación. Lo supe, pero no quise convencerme.

Me dejé caer en el sillón, el día estaba naranja, y pensé que en algún lugar del mundo exactamente ahora eran las seis de la tarde.

2 comentarios:

  1. Por momentos, es muy interesante y por otros, hay baches narrativos. De todas maneras, el final es muy bueno y la idea, atractiva. Carolina Astegiano

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  2. A MI QUE SÓLO SOY LECTORA ME ENCANTÓ
    LOS ESCRITORES ESCRIBEN PARA LOS LECTORES O PARA LOS EDITORES?

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