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sábado, 17 de septiembre de 2011

"Mi Arqueología"

de Alejandra Lucca




Yo comencé a escavar……
Mejor dicho, primero busqué en qué lugar quería clavar la pala, luego comencé a escarbar.
Toda una aventura, una expedición hacia mí misma, una tarea que , de llevarla bien, seria extenuante, pero  tal vez hallara un tesoro importante,  O no…. Tal vez, simplemente, encontrara lo que buscaba.
Cuando comencé a cavar, comprendí que la tarea era más  ardua de lo que mis planes calculaban. Porque escarbar en uno no es simplemente recordar, es  abrir una zanja bien profunda en el medio del alma y espiar; es hurgar con avidez; es ir sacando capa tras capa y no espantarse de lo que asoma bajo el velo del polvo; es buscar aquello que nos está faltando para llegar conectados desde aquel pasado  a nuestro presente. 
Comenzar la excavación, es como tirarse con una soga elástica desde un puente al vacío, y sentir que una se hunde y rebota y vuelve a hundirse y no duele. Se disfruta, con vértigo la espera del próximo tirón.
No fue una tarea ordenada, una va encontrando las piezas del pasado de una manera que dista bastante de ser cronológica,  es como un álbum de fotos que  vuela  el viento y cada paso registrado de nuestras vidas pierde su orden y su momento exacto.
 Así, entre el primer  roce con la piel cálida de mis hijos recién llegados al mundo, fueron asomando mis primeros días de primaria, mi jardín de infantes en Tucumán, mi perro de la adolescencia, mi marido entrando al atardecer por el largo camino de lajas hasta la casa.
Fui descubriendo pieles que estaban guardadas bajo las yemas de mis dedos,  cada una con su textura, típica e inconfundible, con su propio e imborrable perfume.  Rostros, manos, abrazos, algunos tan amados, aun hoy tan amados en el letargo del tiempo, otros temidos, con el miedo que deja fea  marca en nuestros peores sueños.  Olores, todavía, algunos hoy llegan a mí y me regalan un segundo de mi pasado, la lavanda mezclada con naftalina, que imperaba en los placares de mi abuela, los caramelos de menta de mi madre, el azúcar y canela de las tostadas de mis tardes de colegio.  Voces. La voz amable de los que fueron creciendo y madurando a mi lado y la de los que ya nunca me hablaran al oído.
En la segunda capa, como algo mas oculto en el tiempo, encontré días de pollera y sweater marrón ,  horarios, carpetas y materias a las que sin piedad ignoraba, amigas que no sé donde están, otras que, aun desde muy lejos, apoyan su mano en mi hombro día a día; el eterno frio en las piernas. Al mirar al costado encontré una hamaca blanca, adorable, pero  partida en dos; mi primer amor, enterrado en torvo silencio ahí, entre los mantos mudos de los años.  Los ojos nublosos, llenos de recuerdos perfumados por esos primeros aromas que nos animaron a sentir otros aromas , siguieron buscando, el sillón verde de pana de mi cuarto, y el amarillo de hierro forjado, donde él se sentaba.  
Una no solo debe cavar, debe mirar y mirar, tocar, saber reconocer que es eso que asoma  apenas, como la puntita de un iceberg , guardando, enterrado un caudal de emociones.
También se precisan guantes para el alma, alguna que otra cosa que aparece, corta o pincha y el dolor se renueva a sí mismo por largo rato, como cuando encontré  a mi padre en el aeropuerto diciéndome, “-algún día uno de nosotros va a quedarse en un avión”… Fatídica premonición que el cumplió mismo. Por eso hay que tener precaución… el alma se hiere con facilidad.
Blanco e impecable, vi asomarse en medio de varios electrodomésticos, mi vestido de novia,  y la larga caminata hasta el altar, donde me esperaba el mismo hombre que hoy me espera día a día, cuando vuelvo de diálisis, con una sonrisa suave, llena de amor.
Fueron asomando primeros días de clases de mis hijos y la alegría mezclada con el dolor de verlos salir aun mas de adentro mío, sensación extraña que sentiría casi como un rito, años más tarde, ya con kilómetros de distancia que me recordarían a cada momento que ya caminaban sin preguntar a donde ir.
Así fue mi trabajo, llegando hasta el íntimo centro  de mí misma, levantando con delicadeza cada cosa que asomaba, limpiando con sumo cuidado, con un pincelito algunas piezas de mi propio cuño, mirando fijamente algunos trazos de la vida, tratando de entender cuando los deje a un costado, esquivando la mirada para no ver otros que, feroces, subían a la superficie para recordarme que en esta vida se llora menos que lo que se ríe, pero que cada llanto nos deja surcos viscerales.
Al ir terminando, entre la risa trasparente de mi madre, casi hasta el fin, canciones cantadas al unísono del tiempo, pastos de un parque que amé, libros que siempre agradeceré, arboles que me cobijaron, pájaros que rescaté y campos en los que siempre el viento sopló a mis espaldas, me encontré a mí misma, sentada, mirándome en el espejo de mi vida.
Adulta, serena y segura.
Y me gusto lo que vi.
Entonces, cual arqueólogo responsable, entendí que no debía desechar nada de lo encontrado, cada una de las piezas de mi vida, buena o mala, alegre o triste, era generosa en enseñanzas, me habían dado todo lo que soy.
Descansé un momento y luego, con mucho cuidado, comencé a colocarlas, limpias y cuidadas  en un mejor orden, donde para siempre quedaran.

2 comentarios:

  1. Me emocionó mucho, me encantó. Hay ciertas imágenes que me movieron con su descripción, como la del elástico cayendo la vacío (!), la de los hijos caminando con una sin saber a dónde y otras tantas. Muy bien descritas las emociones por "capas". Se siente calma, serenidad y mucho amor. A pesar de tantos vacíos, una vida plena. Te felicito Ale

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  2. Alejandra, buenísimo, muy enternecedor también. Me encantaron algunas imágenes, especialmente lo de las capas debajo de las yemas de los dedos, también lo de tu marido. Felicitaciones. Luz

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