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martes, 26 de febrero de 2013

El viaje.


Sheila Acosta Anzalone

Una debería obedecer a pie juntillas los consejos de las madres, pensaba en ese instante. Y como para que no: ella me había dicho hasta el cansancio que viajar así era un peligro. Que cualquier día de estos me iba a levantar un loco de ésos, de las películas de terror o suspenso, y me iba a arrepentir de ser impuntual y perder los ómnibus, o directamente viajar a dedo por tacaña. Por no pagar el boleto no porque no tuviese con qué sino por un equívoco sentido del ahorro con el que ponía en riesgo mi vida. Por eso ella me daba, a pesar de haber sido siempre tan categórica, tan altamente taxativa con la frase “la beca ‘mamá que no llega a fin de mes’ caduca el día que te recibís”, el dinero justo para el pasaje de ida y vuelta. Yo era una hija desobediente, prefería gastarme esos pesos en un pancho y alguna golosina, cuestión que borraría del mapa, en poco tiempo, esta figura privilegiada que tengo y muchas de mis compañeras envidian, y me iba a la rotonda a esperar la solidaridad de los que viajaban en auto. Total, la cosa era llegar y gratis, un día en Audi y otro en Rastrojero, pero llegar. Ahora no se me ocurre pensar en esa sugerencia que yo consideraba de vieja anticuada. Amparada, seguramente, en la educación autoritaria que tuvo mi madre al igual que tantas como ella. Las que se privaron en la juventud de vestirse como en el fondo querían.

Ahora ya es tarde, nunca le di crédito a eso que me decía sobre la vestimenta, que si iba a viajar así como viajaba, a dedo, que por lo menos me tapara toda, que me vistiera casi de monja. Y yo no le hacía caso, menos hoy, con este calor de mediados de marzo. Cómo voy a privarme de mostrar mis piernas que las tengo perfectas. Ni una arañita me apareció hasta ahora, y eso que llevo tres veranos trabajando con esos explotadores que no te dejan apoyar el culo en las nueve horas de corrido. Por eso me puse la mini. No, nada exagerada, soy una maestra, tampoco voy andar casi desnuda. Ésta es una pollerita corta, pero no mucho, aunque ahora que voy con este tipo que no me saca los ojos de encima y con gesto lascivo de abusador y desquiciado me pregunto por qué no me puse un yean. Ya es tarde, pienso en este instante.

El tipo no me escucha, le di el discurso de siempre, el que invoco, de memoria, cuando me lleva un hombre. Lo hago suponiendo que una maestra jardinera enternecería al propio Jack el Destripador. Pero éste, que en un primer momento me pareció tan atractivo además de oler bien, a un Hugo Boss que no es una imitación, tiene cara de asesino serial de los lindos. No como los de las películas norteamericanas que ya sabemos cómo los caracterizan: son todos negros horribles, no como esos con los que fantasea una, o latinos feos y con las caras colmadas de cicatrices. Éste no, éste era un abusador pintón, por eso no estaría preso aún, porque su aspecto evitaría las sospechas, me dije. Puteé en silencio contra los estereotipos de esta sociedad, aunque no me sirviera de nada. Nada me servía de nada. Esas cadenas enseñando a prevenirse de una violación no me servían de nada, las que aseguraban que había que serenarse y gritar además de vestirse con ropa que a estos degenerados les costara sacarte, eran dos sugerencias que no me servían para nada: si gritaba nadie me iba a escuchar porque estaba dentro de un auto que circulaba a excesiva velocidad en la ruta, uno a cuyo conductor yo misma había llamado con mi señal del pulgar en alto y en el sentido que viajaba, y estaba vestida con una pollerita que, si quería, me la arrancaba de un tirón o me la subía, y listo.

Ahora, que el tipo se distrae, no me habla, y sube la velocidad a más de 150, pienso en la vida. Nos vamos a matar, el degenerado soltó el volante y me toca. No, no puede ser, voy a morir y sólo tengo veinticinco años. Si no estuviera paralizada le diría que pare, ahí, en los pajonales, al lado de un bañado y, con tal de que me deje vivir, lo hagamos, entre las totoras y los cardones que no cesan de expeler panaderos. Total, puedo simular que estoy borracha, que lo estoy haciendo otra vez con Mauri Torres, sólo mamada pude hacerlo con él. Fue horrible, después me persiguió un año entero, como si ese acto del que no me acuerdo, después de tanta cerveza y fernet lo hubiese dotado de algún certificado de propiedad.

El tipo me manosea mientras sostiene el volante sólo con la mano izquierda y va como a 160. No quiero morir, “hagámoslo”, me sale en un hilo de voz, sólo para vivir, pienso. Total, después de eso, si no me mata, me voy a los grupos de autoayuda. Seguro que hay. Para todo hay grupos de autoayuda. Pero, ¿y si me mata y en la autopsia sale que a pesar de que me mató lo hice sin resistencia? Eso sería un deshonor, pero ya es tarde, el auto se va a la banquina, a 160, me voy a morir, con el honor intacto pero no será un trofeo de nada. Ya estoy camino al túnel, escucho la voz de mi madre. Es natural, antes de ingresar al túnel a una le habla la madre, inconscientemente lo hacen. Después, ya en el interior, te reciben los parientes muertos, los abuelos, los tíos, algún antecesor con una jefatura selecta en el árbol genealógico. Sí, alguno que se mandó alguna hazaña, que estuvo en la guerra, preso, vaya a saberse quién me está por recibir mientras mi vieja grita como una loca, como siempre, bah. Pero ella no me puede escuchar, porque estoy por ingresar al túnel, si me pudiera escuchar le diría que le pase mis bombachas Victoria’ s Secret a Camila, mi mejor amiga, antes que se las rapiñe mi hermana menor, que me olvidé un carefree usado debajo de la cama, que lo saque y lo tire, así nadie me critica y, sobre todo, le diría que se deje de gritar, que los muertitos me van a recibir con bronca si escuchan tanto escándalo. Pero no puedo hablar en estado de muerta que se está despidiendo, no puedo y mi vieja sigue gritando como una condenada:

-¡Nena! ¡Despertate de una buena vez que llueve a cántaros y tenés que viajar sí o sí en micro!

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